miércoles, 27 de junio de 2012

La conspiración del silencio. ¿Es buena para la Iglesia?. ¿Es lo que quiere el Espriritu?.

LA LIBERTAD SILENCIADA Fernando Torres Pérez
¿Dónde? Pues ni en Afganistán ni en cualquier otro país extraño y lejano. Aquí y ahora. Algo bien real. La jerarquía de nuestra Iglesia está acallando a los teólogos, reduciéndolos al silencio. Poco a poco. Pero los hechos son los hechos. Lo que sucede es que esos hechos no salen a la luz a causa del medio que la Iglesia ha escogido últimamente para reducirlos al silencio. Cada vez hay menos acusaciones o procesos públicos. Eso pertenece al pasado. Ahora los métodos son otros.

Tampoco es un ataque general contra los teólogos. Se dirige contra algunos. Contra aquellos que han querido sacar todas las consecuencias del Concilio Vaticano II, que han ido haciendo su teología como reflejo y resultado de la experiencia de fe de tantas comunidades cristianas que se han esforzado por comprometerse en la construcción aquí y ahora del Reino de Dios en diálogo abierto con este mundo y esta sociedad. Por eso la actitud de la Iglesia jerárquica preocupa y duele más. Se están podando las ramas más vigorosas de la Iglesia, allí donde se produce una cualidad excepcional de testimonio cristiano.

El procedimiento es muy simple. Un buen día, el teólogo de turno recibe una carta. Viene de su obispo o de su superior religioso. La carta es personal porque generalmente existe ya una relación previa de conocimiento mutuo, incluso de amistad, entre ambos. En esa carta y con palabras de amigo se le comunica que de la Santa Sede se han recibido unas quejas concretas sobre su último libro o artículo. Y se le envían adjuntos unos folios en los que figuran las objeciones a las que el teólogo debe responder cuanto antes. Por ninguna parte aparecen los criterios con los que se ha leído la obra y quién ha sido el acusador. El superior u obispo de turno pide, por supuesto, al teólogo que guarde silencio y que responda cuanto antes al cuestionario. El superior u obispo tiende a colocarse en un lugar neutral. Entiende que sólo hace de transmisor.

El proceso continúa con el envío de la respuesta, razonada y pensada las más de las veces en la presencia del Señor, porque la inmensísima mayoría de nuestros teólogos son hombres y mujeres de profunda fe, al superior jerárquico de quien se recibió. El o ella se encargará de enviarla por el conducto jerárquico adecuado hasta su origen (¿no suena todo esto más propio del mundo militar que de la comunidad cristiana?). Allí, la respuesta, suponemos, es evaluada. El proceso puede continuar con nuevas objeciones y nuevas respuestas, hasta que se proceda a tomar la decisión final, que le será comunicada al sujeto «juzgado» por su superior jerárquico.

Todo el proceso se realiza a través de intermediarios. El teólogo nunca se enfrentará directamente a los que le juzgan. En el fondo la jerarquía eclesial no reconoce al teólogo o teóloga la suficiente entidad en cuanto individuo como para constituirse como persona en todo este proceso. Son partes de una institución jerárquica. Al final es un asunto de obediencia que debe resolverse entre el superior inmediato jerárquico y el súbdito. En realidad, el problema es más del superior que del teólogo «juzgado», por no saber ejercer adecuadamente su autoridad y controlar como debiera a sus súbditos. Se podría decir que la Santa Sede no ha hecho más que un servicio pastoral: ayudar al superior jerárquico de nuestro teólogo a cumplir con su deber de garantizar la comunión eclesial y de mantener a todos sus súbditos en un rebaño.

El proceso a veces termina en condena: la prohibición de enseñar o/y de escribir sobre determinados temas. Pero la Santa Sede no será la que mande ni lo uno ni lo otro. Será el superior jerárquico inmediato del teólogo o teóloga el que deba tomar la decisión, urgido eso sí por la autoridad superior, y comunicársela al súbdito. En caso de que el proceso no termine en condena, provocará ciertamente un daño psicológico en la persona. Desde ese momento, el sujeto «juzgado» se sentirá controlado y vigilado. Y lo será. Lo más probable es que en adelante se haga a sí mismo la censura, evitando escribir de esto o negándose a hablar de aquel tema. Para no provocar. Hay que ser muy libres de espíritu para seguir escribiendo y diciendo lo que uno realmente piensa cuando en ocasiones el pan de cada día depende de esa cátedra que los de arriba te pueden quitar cuando menos te lo pienses.

Este proceso lo sufren los afectados en silencio. Por amor a la Iglesia. Y por imposición de sus superiores. Me quito el sombrero delante de ellos y ellas y digo: «¡Chapeau!». Pero a mí nadie me ha impuesto silencio y creo que debo hablar. En su nombre. Para ser voz de los que no tienen voz. Por amor a esta Iglesia a la que siento de verdad como mi casa y que, como dice la plegaria eucarística V/b, debe ser, quiero que sea, «un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz».
No es uno sólo ni una sola los que están en esa situación. Son más, bastantes más. No me atrevo a poner nombres por respeto a ellos, que han decidido guardar silencio (a veces no tanto por ellos mismos cuanto por el bien de los centros en los que enseñan e investigan, que también los centros están bajo vigilancia). De los mejores, pocos se han salvado de esta experiencia.

Hace unos años tuve la oportunidad de entrevistarme con el cardenal Tarancón. Ya estaba jubilado y se sentía libre para decir lo que pensaba. Recuerdo que una de las cosas que dijo era que para saber lo que pensaba la jerarquía no había que ir a los documentos sino a los nombramientos y a su forma de actuar. Aplicando ese criterio, se llega a la conclusión de que la jerarquía eclesiástica de este tiempo no desea una comunidad de personas libres. Una comunidad de ese tipo es muy difícil de gobernar. Hay que dialogar mucho. Es difícil llegar a acuerdos. Prefieren la imagen del rebaño o de los peces en la red. El jerarca se identifica a sí mismo con el pastor o con el pescador. Al resto, a nosotros, nos toca apenas ser ovejas o peces atrapados en la red, sin posibilidad de encontrar nuestro camino. No queda más remedio que seguir a los jerarcas, iluminados, dicen, por la presencia del Espíritu.

En una sociedad de ese tipo, es normal que se pretenda silenciar a los que piensan y se expresan con libertad. Porque, no nos engañemos, a nuestra jerarquía actual no le gusta en modo alguno la imagen de la orquesta sinfónica para hablar de la Iglesia. Ni siquiera les gusta la imagen del canto polifónico. Lo que les gusta es el canto a una sola voz. Así se descubre rápidamente a los que se salen del único camino existente. Se les puede señalar claramente e invitarles de muchas y variadas maneras a que vuelvan al redil, al coro.

En el fondo, el Concilio Vaticano II todavía no ha calado del todo en la mente de la jerarquía eclesial. No quiero decir que no haya honradas excepciones. Pero en cuanto cuerpo no terminan de sentirse cómodos con una sociedad que, como decía Pablo VI en la Octogessima adveniens, experimenta «una doble aspiración más viva a medida que se desarrolla su información y su educación: aspiración a la igualdad, aspiración a la participación, formas ambas de la dignidad del hombre y de su libertad» (n. 22) y «trata de promover un tipo de sociedad democrática" (n. 24). ¿Será que esas palabras no valen para la comunidad cristiana?

Es tiempo, por tanto, de denunciar sin miedo esta situación. Para que sepamos a qué atenernos. Para que no seamos como esos ciudadanos de algunos países donde se practicó largamente el racismo o la intolerancia y luego dicen que no sabían nada. Es tiempo de denunciar el uso y abuso de la obediencia como servilismo a la jerarquía eclesiástica que se cree dueña en exclusiva del Espíritu y que no se siente obligada en absoluto a escuchar y aprender de los otros carismas eclesiales. Es tiempo de rebelarse en nombre de la obediencia al Espíritu para que no hagan de la Iglesia un lugar de esclavitud. Es tiempo de luchar por la libertad de los hijos de Dios. Es tiempo de hacer algo porque, si no lo hacemos, cada vez nos quedaremos más encogidos. Cada vez los niveles de auto-censura serán mayores para evitar provocar a los que están arriba. Cada vez será mayor el silencio. Cada vez mayor el miedo. Y una Iglesia donde existe el miedo, donde las personas no se atreven a hablar con libertad tiene muy poco o nada que ver con el Evangelio de Jesús.

[Nota] *Fernando Torres Pérez es sacerdote y director de Publicaciones Claretianas. El autor, uno de los más altos responsables de la orden claretiana en España, critica abiertamente en su artículo el pensamiento único de la jerarquía de la Iglesia Católica y explica el proceso de enmudecimiento al que se somete a los teólogos discordantes. Por su innegable interés, como documento testimonial sobre el funcionamiento de la actual ICAR, es por lo que la Redacción de El escéptico Digital ha decidido incluirlo en el presente número. Consideramos que, en este sentido, no tiene desperdicio.


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