
Ese deseo compartido por casi todo el mundo de distanciarse del conflicto explica el desparpajo con el que Israel ha instaurado de facto, sin coste político alguno, un régimen de apartheid en los territorios ocupados, convertidos en inmensos campos de concentración sometidos a la arbitrariedad de los responsables de la seguridad israelí. Es esa desgana en nombre del realismo la que ha permitido a Israel perder la batalla de la opinión pública sin mayores perjuicios prácticos, incluso cuando se registran sucesos del tenor de la muerte de cuatro niños en una playa de Gaza, alcanzados por fuego israelí abierto desde el mar. Las disculpas dadas por el presidente Simón Peres no valen nada ante la inmoralidad del ataque, pero es más que improbable que se alcen voces con capacidad para presionar al Gobierno de Binyamin Netanyahu a fin de que lleve ante el juez a los responsables de la fechoría.

Hay tantas razones para concluir que nadie hará nada para lograr que la degollina en curso sea la última como motivos para pensar que el derecho a defenderse que asiste a todo Estado seguirá siendo la monserga con la que Israel seguirá justificando el ardor combativo de sus generales, fuera de toda medida o proporcionalidad. Cuanto sucede estos días va mucho más lejos de la vieja ley del talión –“ojo por ojo, diente por diente”, se dice en el Éxodo–, que por vieja nadie debiera invocar, y del moderno derecho a repeler una agresión, y más parece todo una forma de venganza a gran escala. La estrategia de Hamás y de los partidarios de la acción directa en nombre del islam no legitima la política de tierra quemada llevada a la práctica por un Gobierno donde son mayoría los adversarios
del principio paz por territorios. Si, además, sigue vigente la sospecha de que los gobernantes israelís decidieron provocar una situación límite en cuanto Al Fatá y Hamás formaron un Gobierno de unidad, no hay forma de analizar cuanto sucede sin percibir que todo desprende un intenso, profundo e insoportable olor a podrido.
El artículo de Alain Frachon termina con un vaticinio descorazonador: las bombas seguirán cayendo. Aunque ahora se logre una tregua, aunque el presidente Mahmud Abás halle un resquicio para mencionar una vez más el proceso de paz, a pesar de todo lo imaginable para evitar el reino de la muerte, más temprano que tarde, volverá a caldearse el ambiente, volverán los profetas del pasado que recordarán la frase del sionista británico Israel Zangwill –“una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”–, volverá la autorización de nuevos asentamientos, volverá la xenofobia de Avigdor Leiberman, volverá la propaganda desabrida de Hamás y los generales dispondrán de nuevo de un pretexto para atacar. Porque lo cierto es que Israel considera vencido el compromiso de Oslo y no deja pasar ocasión para que el nacimiento de un Estado palestino sea cada día menos viable. Por eso las bombas seguirán cayendo sin que la comunidad internacional haga gran cosa para evitarlo.
(Tomado de BlogglobalElPeriodico).
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