Todos los bebitos tienen menos de seis semanas y literalmente fueron arrancados de los pechos de sus madres, que al carecer de papeles fueron dejadas en tierra.
La prensa del país ha echado más leña al fuego revelando que además de esas 26 madres se han quedado otras 100 embarazadas por encargo de «parejas gais de Israel».
Si fuesen perras las habrían traído. O vacas, o yeguas. Pero no, sólo son madres que han vendido su cuerpo y el derecho sobre los hijos. Una nueva forma de esclavitud bendecida por Occidente, una esclavitud especialmente querida por el lobby homosexualista que les permite la satisfacción del capricho de ser padres que la naturaleza les niega.
Como escribió Eugenia Roccella respecto al asunto de la madres de esos «vientres»
Se le pagó por ello, ha hecho su trabajo. En las siguientes fotos desaparece. Deja de ser una madre, es sólo una prestadora de servicios, al igual que la otra, la desconocida que ha proporcionado los ovocitos de pago; porque quien «encarga fabricar» un niño como un objeto para ser envasado, no quiere estar relacionado biológicamente con una sola mujer, prefiere que haya dos madres, una ‘genética’ (de la que se toman los ovocitos) y otra gestacional (a la que se le alquila el útero). Luego, por supuesto, a esas madres las hacen desaparecer, ya no habrá ninguna madre.El dilema ético que plantea la cosificación de madres e hijos hiere. Las criaturas se convierten en un producto comercial con control de calidad y las madres, entre otras muchas cosas, en un animal con pedigree.
Las lágrimas del hombre que finalmente ha capturado al bebé en sus brazos son comprensibles, pero también terribles. No es la emoción de un padre testigo del parto, que ha agarrado la mano de su compañera, que ha vivido con ella el embarazo.
Hay un padre, pero que no puede ser una madre. La mujer está excluida, negada, apenas aparece en una sola imagen de la que se la borra para poder construir la gran ficción de una paternidad sin carne, sin sexo o relaciones naturales. Ese niño no podrá escuchar, arrullada por su madre, cerquita de su corazón, los latidos que le han acompañado en útero, un sonido habitual y reconfortante. No sentirá el olor de su madre, el dulce aroma de la suave piel y de la leche materna. Ese niño ha sido obtenido en el nuevo mercado de la fabricación de hijos.
Todavía habrá quien piense que esto es normal, una justa reinvidicación y quizá eso sea lo peor.
Me ha vuelto a venir a la cabeza la entrevista de Peter Seewald al entonces cardenal Ratzinger en Dios y el Mundo. Ya me permitiréis que vuelva a recordarla. Preguntaba el periodista sobre la ruptura del último tabú: el árbol de la vida, mandado proteger por Dios a los querubines en el Paraíso. La repuesta del cardenal siempre me sobrecoge:
Lógicamente se puede profundizar mucho más en esa simbología. Ahora presenciamos cómo los seres humanos empiezan a disponer del código genético, a servirse realmente del árbol de la vida y a convertirse a sí mismos en dueños de la vida y de la muerte, a montar la vida de nuevo; desde luego es necesario prevenir de verdad al ser humano sobre lo que está ocurriendo: está traspasando la última frontera.
Con esta manipulación, un ser humano convierte a otro en su criatura. Entonces el ser humano ya no surge del misterio del amor, mediante el proceso en definitiva misterioso de la generación y del nacimiento, sino como un producto industrial hecho por otros seres humanos. Con lo queda degradado y privado del verdadero esplendor de su creación.
Ignoramos lo que sucederá en el futuro en este ámbito, pero de una cosa estamos convencidos: Dios se opondrá al último desafuero, a la última autodestrucción impía de persona. Se opondrá a la cría de esclavos, que denigra al ser humano. Existen fronteras últimas que no debemos traspasar sin convertirnos personalmente en destructores de la creación, superando de ese modo con creces el pecado original y sus consecuencias negativas.
Es irrefutable: la vida del ser humano tiene que seguir siendo intocable. Aquí es preciso poner límites, una vez más, a nuestra actuación, a nuestros conocimientos, a nuestro poder y a nuestra experimentación. La persona no es una cosa, sino que refleja la presencia del mismo Dios en el mundo.
[…] No se trata de frenar la libertad de la ciencia o las posibilidades de la técnica, sino de defender la libertad de Dios y la dignidad de la persona, que es lo que está en juego. Quien haya adquirido esta opinión sobre todo por la fe —aunque hay también muchos no cristianos que la comparten—, tiene asimismo la obligación de responsabilizarse de que esa frontera sea percibida y reconocida como infranqueable. [Las negritas son mías].
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