El gran inquisidor, de
Dostoyevski: ¿Más actual que nunca?
" Han
pasado ya quince siglos desde que Cristo dijo: “No tardaré en volver. El día y
la hora, nadie, ni el propio Hijo, las sabe”. Tales fueron sus palabras al
desparecer, y la Humanidad le espera siempre con la misma fe, o acaso con fe
más ardiente aún que hace quince siglos. Pero el Diablo no duerme; la duda
comienza a corromper a la Humanidad, a deslizarse en la tradición de los
milagros. En el Norte de Germania ha nacido una herejía terrible que,
precisamente, niega los milagros. Los fieles, sin embargo, creen con más fe en
ellos. Se espera a Cristo, se quiere sufrir y morir como Él… Y he aquí que la
Humanidad ha rogado tanto por espacio de tantos siglos, ha gritado tanto
“¡Señor, dignáos, aparecérosnos!”, que Él ha querido, en su misericordia
inagotable, bajar a la tierra.
Y he
aquí que ha querido mostrarse, al menos un instante, a la multitud desgraciada,
al pueblo sumido en el pecado, pero que le ama con amor de niño. El lugar de la
acción es Sevilla; la época, la de la Inquisición, la de los cotidianos soberbios
autos de fe, de terribles heresiarcas, ad majorem Dei gloriam.
No se
trata de la venida prometida para la consumación de los siglos, de la aparición
súbita de Cristo en todo el brillo de su gloria y su divinidad, “como un
relámpago que brilla del Ocaso al Oriente”. No, hoy sólo ha querido hacerles a
sus hijos una visita, y ha escogido el lugar y la hora en que llamean las
hogueras. Ha vuelto a tomar la forma humana que revistió, hace quince siglos,
por espacio de treinta años.
Aparece
entre las cenizas de las hogueras, donde la víspera, el cardenal gran
inquisidor, en presencia del rey, los magnates, los caballeros, los altos
dignatarios de la Iglesia, las más encantadoras damas de la corte, el pueblo en
masa, quemó a cien herejes. Cristo avanza hacia la multitud, callado, modesto,
sin tratar de llamar la atención, pero todos le reconocen.
El
pueblo, impelido por un irresistible impulso, se agolpa a su paso y le sigue.
Él, lento, una sonrisa de piedad en los labios, continúa avanzando. El amor
abrasa su alma; de sus ojos fluyen la Luz, la Ciencia, la Fuerza, en rayos
ardientes, que inflaman de amor a los hombres. Él les tiende los brazos, les
bendice. De Él, de sus ropas, emana una virtud curativa. Un viejo, ciego de
nacimiento, sale a su encuentro y grita: “¡Señor, cúrame para que pueda verte!”
Una escama se desprende de sus ojos, y ve. El pueblo derrama lágrimas de
alegría y besa la tierra que Él pisa. Los niños tiran flores a sus pies y
cantan Hosanna, y el pueblo exclama: “¡Es Él! ¡Tiene que ser Él! ¡No puede ser
otro que Él!”
Cristo
se detiene en el atrio de la catedral. Se oyen lamentos; unos jóvenes llevan en
hombros a un pequeño ataúd blanco, abierto, en el que reposa, sobre flores, el
cuerpo de una niña de diecisiete años, hija de un personaje de la ciudad.
-¡Él
resucitará a tu hija! -le grita el pueblo a la desconsolada madre.
El
sacerdote que ha salido a recibir el ataúd mira, con asombro, al desconocido y
frunce el ceño.
Pero la
madre profiere:
-¡Si
eres Tú, resucita a mi hija!
Y se
posterna ante Él. Se detiene el cortejo, los jóvenes dejan el ataúd sobre las
losas. Él lo contempla, compasivo, y de nuevo pronuncia el Talipha kumi
(Levántate, muchacha).
La
muerta se incorpora, abre los ojos, se sonríe, mira sorprendida en torno suyo,
sin soltar el ramo de rosas blancas que su madre había colocado entre sus
manos. El pueblo, lleno de estupor, clama, llora.
En el
mismo momento en que se detiene el cortejo, aparece en la plaza el cardenal
gran inquisidor. Es un viejo de noventa años, alto, erguido, de una ascética
delgadez. En sus ojos hundidos fulgura una llama que los años no han apagado.
Ahora no luce los aparatosos ropajes de la víspera; el magnífico traje con que
asistió a la cremación de los enemigos de la Iglesia ha sido reemplazado por un
tosco hábito de fraile.
Sus
siniestros colaboradores y los esbirros del Santo Oficio le siguen a respetuosa
distancia. El cortejo fúnebre detenido, la muchedumbre agolpada ante la
catedral le inquietan, y espía desde lejos. Lo ve todo: el ataúd a los pies del
desconocido, la resurrección de la muerta… Sus espesas cejas blancas se
fruncen, se aviva, fatídico, el brillo de sus ojos.
-¡Prendedle!
-les ordena a sus esbirros, señalando a Cristo.
Y es tal
su poder, tal la medrosa sumisión del pueblo ante él, que la multitud se
aparta, al punto, silenciosa, y los esbirros prenden a Cristo y se lo llevan.
Como un solo hombre, el pueblo se inclina al paso del anciano y recibe su
bendición.
Los
esbirros conducen al preso a la cárcel del Santo Oficio y le encierran en una
angosta y oscura celda.
Muere el
día, y una noche de luna, una noche española, cálida y olorosa a limoneros y
laureles, le sucede.
De
pronto, en las tinieblas, se abre la férrea puerta del calabozo y penetra el
gran inquisidor en persona solo, alumbrándose con una linterna. La puerta se
cierra tras él. El anciano se detiene a pocos pasos de umbral y, sin hablar
palabra, contempla, durante cerca de dos minutos, al preso. Luego, avanza
lentamente, deja la linterna sobre la mesa y pregunta:
-¿Eres
Tú, en efecto?
Pero,
sin esperar la respuesta, prosigue:
-No
hables, calla. ¿Qué podrías decirme? Demasiado lo sé. No tienes derecho a
añadir ni una sola palabra a lo que ya dijiste. ¿Por qué has venido a
molestarnos?… Bien sabes que tu venida es inoportuna. Mas yo te aseguro que
mañana mismo… No quiero saber si eres Él o sólo su apariencia; sea quien seas,
mañana te condenaré; perecerás en la hoguera como el peor de los herejes. Verás
cómo ese mismo pueblo que esta tarde te besaba los pies, se apresura, a una
señal mía, a echar leña al fuego. Quizá nada de esto te sorprenda…
Y el
anciano, mudo y pensativo, sigue mirando al preso, acechando la expresión de su
rostro, serena y suave.
-El
Espíritu terrible e inteligente -añade, tras una larga pausa-, el Espíritu de
la negación y de la nada, te habló en el desierto, y la Escrituras atestiguan
que te “tentó”. No puede concebirse nada más profundo que lo que se te dijo e
aquellas tres preguntas o, para emplear el lenguaje de la Escritura, en
aquellas tres “tentaciones”. ¡Si ha habido algún milagro auténtico, evidente,
ha sido el de las tres tentaciones! ¡El hecho de que tales preguntas hayan
podido brotar de unos labios, es ya, por sí solo, un milagro! Supongamos que
hubieran sido borradas del libro, que hubiera que inventarlas, que forjárselas
de nuevo. Supongamos que, con ese objeto, se reuniesen todos los sabios de la
tierra, los hombres de Estado, los príncipes de la Iglesia, los filósofos, los
poetas, y que se les dijese: “Inventad tres preguntas que no sólo correspondan
a la grandeza del momento, sino que contengan, en su triple interrogación, toda
la historia de la Humanidad futura”, ¿crees que esa asamblea de todas las
grandes inteligencias terrestres podría forjarse algo tan alto, tan formidable
como las tres preguntas del inteligente y poderoso Espíritu? Esas tres
preguntas, por sí solas, demuestran que quien te habló aquel día no era un
espíritu humano, contingente, sino el Espíritu Eterno, Absoluto. Toda la
historia ulterior de la Humanidad está predicha y condensada en ellas; son las
tres formas en que se concretan todas las contradicciones de la historia de
nuestra especie. Esto, entonces, aún no era evidente, el porvenir era aún desconocido;
pero han pasado quince siglos y vemos que todo estaba previsto en la Triple
Interrogación, que es nuestra historia.¿Quién tenía razón, di? ¿Tú o quien te
interrogó?…
Si no el
texto, el sentido de la primera pregunta es el siguiente: “Quieres presentarte
al mundo con las manos vacías, anunciándoles a los hombres una libertad que su
tontería y su maldad naturales no les permiten comprender, una liberad
espantosa, ¡pues para el hombre y para la sociedad no ha habido nunca nada tan
espantoso como la libertad!, cuando, si convirtieses en panes todas esas
piedras peladas esparcidas ante tu vista, verías a la Humanidad correr, en pos
de ti, como un rebaño, agradecida, sumisa, temerosa tan sólo de que tu mano
depusiera su ademán taumatúrgico y los panes se tornasen piedras.” Pero tú no
quisiste privar al hombre de su libertad y repeliste la tentación; te
horrorizaba la idea de comprar con panes la obediencia de la Humanidad, y
contestaste que “no sólo de pan vive el hombre”, sin saber que el espíritu de la
tierra, reclamando el pan de la tierra, había de alzarse contra ti, combatirte
y vencerte, y que todos le seguirían, gritando: “¡Nos ha dado el fuego del
cielo!” Pasarán siglos y la Humanidad proclamará, por boca de sus sabios, que
no hay crímenes y, por consiguiente, no hay pecado; que sólo hay hambrientos.
“Dales pan si quieres que sean virtuosos.” Esa será la divisa de los que se
alzarán contra ti, el lema que inscribirán en su bandera; y tu templo será
derribado y, en su lugar, se erigirá una nueva Torre de Babel, no más firme que
la primera, el esfuerzo de cuya erección y mil años de sufrimientos podías
haberles ahorrado a los hombres. Pues volverán a nosotros, al cabo de mil años
de trabajo y dolor, y nos buscarán en los subterráneos, en las catacumbas donde
estaremos escondidos -huyendo aún de la persecución, del martirio-, para
gritarnos: “¡Pan! ¡Los que nos habían prometido el fuego del cielo no nos lo
han dado!” Y nosotros acabaremos su Babel, dándoles pan, lo único de que
tendrán necesidad. Y se lo daremos en tu nombre. Sabemos mentir. Sin nosotros,
se morirían de hambre. Su ciencia no les mantendría. Mientras gocen de libertad
les faltará el pan; pero acabarán por poner su libertad a nuestros pies,
clamando: “¡Cadenas y pan!” Comprenderán que la libertad no es compatible con
una justa repartición del pan terrestre entre todos los hombres, dado que nunca
-¡nunca!- sabrán repartírselo. Se convencerán también de que son indignos de la
libertad; débiles, viciosos, necios, indómitos. Tú les prometiste el pan del
cielo. ¿Crees que puede ofrecerse ese pan, en vez del de la tierra, siendo la
raza humana lo vil, lo incorregiblemente vil que es? Con tu pan del cielo
podrás atraer y seducir a miles de almas, a docenas de miles, pero ¿y los
millones y las decenas de millones no bastante fuertes para preferir el pan del
cielo al pan de la tierra? ¿Acaso eres tan sólo el Dios de los grandes? Los
demás, esos granos de arena del mar; los demás, que son débiles, pero que te
aman, ¿no son a tus ojos sino viles instrumentos en manos de los grandes?…
Nosotros amamos a esos pobres seres, que acabarán, a pesar de su condición
viciosa y rebelde, por dejarse dominar. Nos admirarán, seremos sus dioses, una
vez sobre nuestros hombros la carga de su libertad, una vez que hayamos
aceptado el cetro que -¡tanto será el miedo que la libertad acabará por
inspirarles!- nos ofrecerán. Y reinaremos en tu nombre, sin dejarte acercar a
nosotros. Esta impostura, esta necesaria mentira, constituirá nuestra cruz.
Como
ves, la primera de la tres preguntas encerraba el secreto del mundo. ¡Y tú la
desdeñaste! Ponías la libertad por encima de todo, cuando, si hubieras
consentido en tornar panes las piedras del desierto, hubieras satisfecho el
eterno y unánime deseo de la Humanidad; le hubieras dado un amo. El más vivo
afán del hombre libre es encontrar un ser ante quien inclinarse. Pero quiere
inclinarse ante una fuerza incontestable, que pueda reunir a todos los hombres
en una comunión de respeto; quiere que el objeto de su culto lo sea de un culto
universal; quiere una religión común. Y esa necesidad de la comunidad en la
adoración es, desde el principio de los siglos, el mayor tormento individual y
colectivo del género humano. Por realizar esa quimera, los hombres se
exterminan. Cada pueblo se ha creado un dios y le ha dicho a su vecino: “¡Adora
a mi dios o te mato!” Y así ocurrirá hasta el fin del mundo; los dioses podrán
desaparecer de la tierra, mas la Humanidad hará de nuevo por los ídolos lo que
ha hecho por los dioses. Tú no ignorabas ese secreto fundamental de la
naturaleza humana y, no obstante, rechazaste la única bandera que te hubiera
asegurado la sumisión de todos los hombres: la bandera del pan terrestre; la
rechazaste en nombre del pan celestial y de la libertad, y en nombre de la libertad
seguiste obrando hasta tu muerte. No hay, te repito, un afán más vivo en el
hombre que encontrar en quien delegar la libertad de que nace dotada tan
miserable criatura. Sin embargo, para obtener la ofrenda de la libertad de los
hombres, hay que darles la paz de la conciencia. El hombre se hubiera inclinado
ante ti si le hubieras dado pan, porque el pan es una cosa incontestable; pero
si, al mismo tiempo, otro se hubiera adueñado de la conciencia humana, el
hombre hubiera dejado tu pan para seguirle. En eso, tenías razón; el secreto de
la existencia humana consiste en la razón, en el motivo de la vida. Si el
hombre no acierta a explicarse por qué debe vivir preferirá morir a continuar
esta existencia sin objeto conocido, aunque disponga de una inmensa provisión
de pan. Pero ¿de qué te sirvió el conocer esa verdad? En vez de coartar la
libertad humana, le quitaste diques, olvidando, sin duda, que a la libertad de
elegir entre el bien y el mal el hombre prefiere la paz, aunque sea la de la
muerte. Nada tan caro para el hombre como el libre albedrío, y nada, también,
que le haga sufrir tanto. Y, en vez de formar tu doctrina de principios sólidos
que pudieran pacificar definitivamente la conciencia humana, la formaste de
cuanto hay de extraordinario, vago, conjetural, de cuanto traspasa los límites
de las fuerzas del hombre, a quien, ¡tú que diste la vida por él!, diríase que
no amabas. Al quitarle diques a su libertad, introdujiste en el alma humana
nuevos elementos de dolor. Querías ser amado con un libre amor, libremente
seguido. Abolida la dura ley antigua, el hombre debía, sin trabas, sin más guía
que tu ejemplo, elegir entre el bien y el mal. ¿No se te alcanzaba que
acabarías por desacatar incluso tu ejemplo y tu verdad, abrumado bajo la
terrible carga de la libre elección, y que gritaría: “Si Él hubiera poseído la
verdad, no hubiera dejado a sus hijos sumidos en una perplejidad tan horrible,
envueltos en tales tinieblas?” Tú mismo preparaste tu ruina: no culpes a nadie.
Si hubieras escuchado lo que se te proponía… Hay sobre la tierra tres únicas
fuerzas capaces de someter para siempre la conciencia de esos seres débiles e
indómitos -haciéndoles felices-: el milagro, el misterio y la autoridad. Y tú
no quisiste valerte de ninguna. El Espíritu terrible te llevó a la almena del
templo y te dijo: “¿Quieres saber si eres el Hijo de Dios? Déjate caer abajo,
porque escrito está que los ángeles tomarte han en las manos.” Tú rechazaste la
proposición, no te dejaste caer. Demostraste con ello el sublime orgullo de un
dios; ¡pero los hombres, esos seres débiles, impotentes, no son dioses! Sabías
que, sólo con intentar precipitarte, hubieras perdido la fe en tu Padre, y el
gran Tentador hubiera visto, regocijadísimo, estrellarse tu cuerpo en la tierra
que habías venido a salvar. Mas, dime, ¿hay muchos seres semejantes a ti?
¿Pudiste pensar un solo instante que los hombres serían capaces de comprender
tu resistencia a aquella tentación? La naturaleza humana no es bastante fuerte
para prescindir del milagro y contentarse con la libre elección del corazón, en
esos instantes terribles en que las preguntas vitales exigen una respuesta.
Sabías que tu heroico silencio sería perpetuado en los libros y resonaría en lo
más remoto de los tiempos, en los más apartados rincones del mundo. Y esperabas
que el hombre te imitaría y prescindiría de los milagros, como un dios, siendo
así que, en su necesidad de milagros, los inventa y se inclina ante los
prodigios de los magos y los encantamientos de los hechiceros, aunque sea
hereje o ateo.
Cuando
te dijeron, por mofa: “¡Baja de la cruz y creeremos en ti!”, no bajaste.
Entonces, tampoco quisiste someter al hombre con el milagro, porque lo que
deseabas de él era una creencia libre, no violentada por el prestigio de lo
maravilloso; un amor espontáneo, no los transportes serviles de un esclavo
aterrorizado. En esta ocasión, como en todas, obraste inspirándote en una idea
del hombre demasiado elevada: ¡es esclavo, aunque haya sido creado rebelde! Han
pasado quince siglos: ve y juzga. ¿A quién has elevado hasta ti? El hombre,
créeme, es más débil y más vil de lo que tú pensabas. ¿Puede, acaso, hacer lo
que tú hiciste? Le estimas demasiado y sientes por él demasiado poca piedad; le
has exigido demasiado, tú que le amas más que a ti mismo. Debías estimarle
menos y exigirle menos. Es débil y cobarde. El que hoy se subleve en todas
partes contra nuestra autoridad y se enorgullezca de ello, no significa nada.
Sus bravatas son hijas de una vanidad de escolar. Los hombres son siempre unos
chiquillos: se sublevan contra el profesor y le echan del aula; pero la
revuelta tendrá un término y les costará cara a los revoltosos. No importa que
derriben templos y ensangrienten la tierra: tarde o temprano, comprenderán la
inutilidad de una rebelión que no son capaces de sostener. Verterán estúpidas
lágrimas; pero, al cabo, comprenderán que el que les ha creado rebeldes les ha
hecho objeto de una burla y lo gritarán, desesperados. Y esta blasfemia
acrecerá su miseria, pues la naturaleza humana, demasiado mezquina para
soportar la blasfemia, se encarga ella misma de castigarla.
La
inquietud, la duda, la desgracia: he aquí el lote de los hombres por quienes
diste tu sangre. Tu profeta dice que, en su visión simbólica, vio a todos los
partícipes de la primera resurrección y que eran doce mil por cada generación.
Su número no es corto, si se considera que supone una naturaleza más que humana
el llevar tu cruz, el vivir largos años en el desierto, alimentándose de raíces
y langostas; y puedes, en verdad, enorgullecerte de esos hijos de la libertad,
del libre amor, estar satisfecho del voluntario y magnífico sacrificio de sí
mismos, hecho en tu nombre. Pero no olvides que se trata sólo de algunos miles
y, más que de hombres, de dioses. ¿Y el resto de la Humanidad? ¿Qué culpa
tienen los demás, los débiles humanos, de no poseer la fuerza sobrenatural de
los fuertes? ¿Qué culpa tiene el alma feble de no poder soportar el peso de
algunos dones terribles? ¿Acaso viniste tan sólo por los elegidos? Si es así,
lo importante no es la libertad ni el amor, sino el misterio, el impenetrable
misterio. Y nosotros tenemos derecho a predicarles a los hombres que deben
someterse a él sin razonar, aun contra los dictados de su conciencia. Y eso es
lo que hemos hecho. Hemos corregido tu obra; la hemos basado en el
“milagro”, el “misterio” y la “autoridad”. Y los hombres se han congratulado de
verse de nuevo conducidos como un rebaño y libres, por fin, del don funesto que
tantos sufrimientos les ha causado. Di, ¿hemos hecho bien? ¿Se nos puede acusar
de no amar a la Humanidad? ¿No somos nosotros los únicos que tenemos conciencia
de su flaqueza; nosotros que, en atención a su fragilidad, la hemos autorizado
hasta para pecar, con tal de que nos pida permiso? ¿Por qué callas? ¿Por qué te
limitas a mirarme con tus dulces y penetrantes ojos? ¡No te amo y no quiero tu
amor; prefiero tu cólera! ¿Y para qué ocultarte nada? Sé a quién le hablo.
Conoces lo que voy a decirte, lo leo en tus ojos… Quizá quieras oír
precisamente de mi boca nuestro secreto. Oye, pues: no estamos contigo, estamos
con Él…; nuestro secreto es ése. Hace mucho tiempo -¡ocho siglos!- que no
estamos contigo, sino con Él. Hace ocho siglos que recibimos de Él el don que
tú, cuando te tentó por tercera vez mostrándote todos los reinos de la tierra,
rechazaste indignado; nosotros aceptamos y, dueños de Roma y la espada de
César, nos declaramos los amos del mundo. Sin embargo, nuestra conquista no ha
acabado aún, está todavía en su etapa inicial, falta mucho para verla
concluida; la tierra ha de sufrir aún durante mucho tiempo; pero nosotros
conseguiremos nuestro objeto, seremos el César y, entonces, nos preocuparemos
de la felicidad universal. Tú también pudiste haber tomado la espada de César;
¿por qué rechazaste tal don? Aceptándole, hubieras satisfecho todos los anhelos
de los hombres sobre la tierra, les hubieras dado un amo, un depositario de su
conciencia y, a la vez, un ser en torno a quien unirse, formando un inmenso
hormiguero, ya que la necesidad de la unión universal es otro de los tres
supremos tormentos de la Humanidad. La Humanidad siempre ha tendido a la unidad
mundial. Cuanto más grandes y gloriosos, más sienten los pueblos ese anhelo.
Los grandes conquistadores, los Tamerlán, los Gengis Kan que recorren la tierra
como un huracán devastador, obedecen, de un modo inconsciente, a esa necesidad.
Tomando la púrpura de César, hubieras fundado el imperio universal, que hubiera
sido la paz del mundo. Pues, ¿quién debe reinar sobre los hombres sino el que
es dueño de sus conciencias y tiene su pan en las manos?
Tomamos
la espada de César y, al hacerlo, rompimos contigo y nos unimos a Él. Aún habrá
siglos de libertinaje intelectual, de pedantería y de antropofagia -los
hombres, luego de erigir, sin nosotros, su Torre de Babel, se entregarán a la
antropofagia-; pero la bestia acabará por arrastrarse hasta nuestros pies, los
lamerá y los regará con lágrimas de sangre. Y nosotros nos sentaremos sobre la
bestia y levantaremos una copa en la que se leerá la palabra “Misterio”. Y
entonces, sólo entonces, empezará para los hombres el reinado de la paz y de la
dicha. Tú te enorgullecerás de tus elegidos, pero son una minoria: nosotros les
daremos el reposo y la calma a todos. Y aun de esa minoría, aun de entre esos
“fuertes” llamados a ser de los elegidos, ¡cuántos han acabado y acabarán por
cansarse de esperar, cuántos han empleado y emplearán contra ti las fuerzas de
su espíritu y el ardor de su corazón en uso de la libertad de que te son
deudores! Nosotros les daremos a todos la felicidad, concluiremos con las
revueltas y matanzas originadas por la libertad. Les convenceremos de que no
serán verdaderamente libres, sino cuando nos hayan confiado su libertad.
¿Mentiremos? ¡No! Y bien sabrán ellos que no les engañamos, cansados de las
dudas y de los terrores que la libertad lleva consigo. La independencia, el
libre pensamiento y la ciencia llegarán a sumirles en tales tinieblas, a
espantarlos con tales prodigios y exigencias, que los menos suaves y dóciles se
suicidarán; otros, también indóciles, pero débiles y violentos, se asesinarán,
y otros -los más-, rebaño de cobardes y de miserables, gritarán a nuestros
pies: “¡Sí, tenéis razón! Sólo vosotros poseéis su secreto y volvemos a
vosotros! ¡Salvadnos de nosotros mismos!”
No se
les ocultará que el pan -obtenido con su propio trabajo, sin milagro alguno-
que reciben de nosotros se lo tomamos antes nosotros a ellos para repartírselo,
y que no convertimos las piedras en panes. Pero, en verdad, más que el pan en
sí, lo que les satisfará es que nosotros se lo demos. Pues verán que, si no
convertimos las piedras en panes, tampoco los panes se convierten, vuelto el
hombre a nosotros, en piedras. ¡Comprenderán, al cabo, el valor de la sumisión!
Y mientras no lo comprendan, padecerán. ¿Quién, dime, quién ha puesto más de su
parte para que dejen de padecer? ¿Quién ha dividido el rebaño y le ha
dispersado por extraviados andurriales? Las ovejas se reunirán de nuevo, el
rebaño volverá a la obediencia y ya nada le dividirá ni lo dispersará.
Nosotros, entonces, les daremos a los hombres una felicidad en armonía con su
débil naturaleza, una felicidad compuesta de pan y humildad. Sí, les
predicaremos la humildad -no, como Tú, el orgullo. Les probaremos que son
débiles niños, pero que la felicidad de los niños tiene particulares encantos.
Se tornarán tímidos, no nos perderán nunca de vista y se estrecharán contra
nosotros como polluelos que buscan el abrigo del ala materna. Nos temerán y nos
admirarán. Les enorgullecerá el pensar la energía y el genio que habremos
necesitado para domar a tanto rebelde. Les asustará nuestra cólera, y sus ojos,
como los de los niños y los de las mujeres, serán fuentes de lágrimas. ¡Pero
con qué facilidad, a un gesto nuestro, pasarán del llanto a la risa, a la suave
alegría de los niños! Les obligaremos, ¿qué duda cabe?, a trabajar; pero los
organizaremos, para sus horas de ocio, una vida semejante a los juegos de los
niños, mezcla de canciones, coros inocentes y danzas. Hasta les permitiremos
pecar -¡su naturaleza es tan flaca! Y, como les permitiremos pecar, nos amarán
con un amor sencillo, infantil. Les diremos que todo pecado cometido con
nuestro permiso será perdonado, y lo haremos por amor, pues, de sus pecados, el
castigo será para nosotros y el placer para ellos. Y nos adorarán como a bienhechores.
Nos lo dirán todo y, según su grado de obediencia, les permitiremos o les
prohibiremos vivir con sus mujeres o sus amantes y les consentiremos o no les
consentiremos tener hijos. Y nos obedecerán, muy contentos. Nos someterán los
más penosos secretos de su conciencia, y nosotros decidiremos en todo y por
todo; y ellos acatarán, alegres, nuestras sentencias, pues les ahorrarán el
cruel trabajo de elegir y de determinarse libremente.
Todos
los millones de seres humanos serán así felices, salvo unos cien mil, salvo
nosotros, los depositarios del secreto. Porque nosotros seremos desgraciados.
Los felices se contarán por miles de millones, y habrá cien mil mártires del
conocimiento, exclusivo y maldito, del bien y del mal. Morirán en paz.
pronunciando tu nombre, y, más allá de la tumba, sólo verán la oscuridad de la
muerte. Sin embargo, nos lo callaremos; embaucaremos a los hombres, por su
bien, con la promesa de una eterna recompensa en el cielo, a sabiendas de que,
si hay otro mundo, no ha sido, de seguro, creado para ellos. Se vaticina que
volverás, rodeado de tus elegidos, y que vencerás; tus héroes sólo podrán
envanecerse de haberse salvado a sí mismos, mientras que nosotros habremos
salvado al mundo entero. Se dice que la fornicadora, sentada sobre la bestia y
con la “copa del misterio” en las manos, será afrentada y que los débiles se
sublevarán por vez postrera, desgarrarán su púrpura y desnudarán su cuerpo
impuro. Pero yo me levantaré entonces y te mostraré los miles de millones de
seres felices que no han conocido el pecado. Y nosotros que, por su bien,
habremos asumido el peso de sus culpas, nos alzaremos ante ti, diciendo:
“¡Júzganos, si puedes y te atreves!” No te temo. Yo también he estado en el
desierto; yo también me he alimentado de langostas y raíces; yo también he
bendecido la libertad que les diste a los hombres y he soñado con ser del
número de los fuertes. Pero he renunciado a ese sueño, he renunciado a tu
locura para sumarme al grupo de los que corrigen tu obra. He dejado a
los orgullosos para acudir en socorro de los humildes. Lo que te digo se
realizará; nuestro imperio será un hecho. Y te repito que mañana, a una señal
mía, verás a un rebaño sumiso echar leña a la hoguera donde te haré morir, por
haber venido a perturbarnos. ¿Quién más digno que Tú de la hoguera? Mañana te
quemaré. Dixi.
El
inquisidor calla. Espera unos instantes la respuesta del preso. Aquel silencio
le turba. El preso le ha oído, sin dejar de mirarle a los ojos, con una mirada
fija y dulce, decidido evidentemente a no contestar nada. El anciano hubiera
querido oír de sus labios una palabra, aunque hubiera sido la más amarga, la
más terrible. Y he aquí que el preso se le acerca en silencio y da un beso en
sus labios exangües de nonagenario. ¡A eso se reduce su respuesta! El anciano
se estremece, sus labios tiemblan; se dirige a la puerta, la abre y dice:
-¡Vete y
no vuelvas nunca…, nunca!
Y le
deja salir a las tinieblas de la ciudad. El preso se aleja." ( “El Gran Inquisidor” es el texto de un
fragmento de la novela Los hermanos Karamazov.)
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