viernes, 11 de junio de 2010

La formación del presbítero en los primeros siglos de la Iglesia



Cuadro histórico sistemático - desde los orígenes al siglo V y desarrollo de los ministerios jerárquicos en la Iglesia.

1. Antes del Concilio de Nicea (325)

Los testimonios prenicenos sobre los ministerios ordenados corresponden a dos instancias complementarias entre ellas: por una parte la fidelidad a los escritos neotestamentarios y la continuidad con la experiencia de las primeras comunidades cristianas;[3] por otra parte la adaptación a las nuevas situaciones internas y externas de la Iglesia.

Como veremos, las dos instancias convergen hacia Nicea en una jerarquización progresiva del sacerdocio ministerial.

En el período más antiguo, que va desde fines del siglo I a las últimas décadas del II, prevalece un fuerte sentido de la unidad de la Iglesia y la común pertenencia de los cristianos a la “estirpe electa”, al “sacerdocio real”, a la “nación santa”, “al pueblo que Dios ha adquirido”. Por ello textos antiguos y venerables como la Didaké, la Carta a los Corintios de Clemente Romano y las Cartas de Ignacio elaboran las indicaciones neotestamentarias sobre los ministerios ordenados sin preocuparse mucho de la distinción interna de los roles, más bien de la nueva identidad común a todos los fieles.

En cambio en el período sucesivo, es decir entre fines del siglo II y las últimas décadas del III, la situación evoluciona. Cambia sobre todo el panorama político, por lo tanto en la tolerancia que sigue a las primeras violentas persecuciones la Iglesia goza de un período de relativa calma y tranquilidad, que le permite consolidar al interno su estructura. En este cuadro histórico el “sacerdocio ordenado” se hace cada vez más marcadamente “jerárquico”, y se define la distinción sociológica entre clérigos y laicos. Tal fenómeno encuentra una precisa verificación en la historia del término laikós y en una serie de testimonios - expresadas sobre todo por Clemente Alejandrino, Orígenes y Cipriano - que llegan a oponer las dos realidades del clero y del laicado, a veces también en función peyorativo de la condición laical.[4] No por ello se debilita en la Iglesia la conciencia que también los ministerios ordenados provienen del laicado, y que el sacerdocio de los fieles permanece la común característica distintiva del nuevo pueblo de Dios.

En el pasaje del primero al segundo período asume una particular relevancia la edad de los emperadores Severos (193-235). El análisis historiográfico permite afirmar que algunas características del llamado “cambio constantiniano” fueron adelantadas - dentro de la medida que es difícil de precisar – justamente por la tolerancia de la dinastía severiana. En tal contexto histórico-institucional los obispos de Roma – particularmente Victor, Cefirino y Calixto - advirtieron claramente la exigencia de consolidar la organización de la comunidad. Su compromiso se ejercitó en un dúplice nivel. En relación a la sociedad civil y a las instituciones políticas ellos favorecieron un prudente diálogo misionero, extendido hasta las clases sociales más influyentes del imperio; mientras dentro de la comunidad curaron una organización más eficiente de las estructuras eclesiales, a partir justamente del sacerdocio jerárquico y de la autoridad del obispo. Al respeto el control documentario tiene que ser ejercido antes que nada sobre la Tradición Apostólica.



En general, es necesario reconocer que en los Padres prenicenos se encuentran indicaciones apenas ocasionales sobre el itinerario formativo del presbítero. Sólo hacia fines del siglo II aparece la figura del “diácono” destinada a la formación de los clérigos: en las primeras generaciones cristianas, en efecto, “los obispos, sucesores de los apóstoles, continúan la formación de los candidatos al sacerdocio como hacían los apóstoles [...] Formador de los clérigos es, por lo tanto, el obispo en el rol de maestro, liturgo, pastor”.[5]

Pero volvamos a considerar en detalle los tres momentos evocados: antes que nada el período más antiguo, luego el siglo III, en fin la “bisagra” de pasaje constituido por la edad severiana.





1.1. Los Padres de los siglos I y II



“Elijan obispos y diáconos dignos del Señor, hombres dóciles, no apegados al dinero, sincero y con experiencia. En efecto también ellos ejercen para ustedes el ministerio (leitourgia) de los profetas y de los doctores. Por lo tanto no los miren con desprecio, porque ellos, junto a los profetas y a los doctores, están entre ustedes hombres honrados”.[6]

Así la Didaké, sobre la huella del Nuevo Testamento, menciona “obispos y diáconos” elegidos por la comunidad. Ellos ejercen un ministerio parecido al de los profetas y de los doctores, que a su vez “enseñan para establecer la justicia y el conocimiento del Señor”.[7]

El contexto de la cita – particularmente los capítulos 11-15 - es iluminador. Aquí está descripta la unidad esencial de los cristianos que, de manera conforme a las “escenas” de Lucas en los Hechos, viven el mandamiento del amor fraterno a tal punto de poner “todo en común.” Cada uno se siente “compañero” del vecino, al mismo nivel de paridad y de igualdad. Y sin embargo no se trata de una comunidad amorfa e indistinta. Al contrario, ya aparecen carismas y roles distintos. Se habla en efecto de la presencia de profetas itinerantes, que gozaron en la comunidad de particular consideración y honor, de doctores, y en fin de obispos y diáconos. Esta última referencia es muy importante, porque testimonia la progresiva absorción de la jerarquía carismático-itinerante (apóstoles-profetas-doctores) en aquella institucional de las iglesias locales individuales (obispos – presbíteros – diáconos).[8]

Es interesante notar como esta pluralidad de ministerios corresponda a una imagen de Iglesia saludablemente “dispersa” en su misión en el mundo, mientras se demanda y espera el don de la unidad: “Tal como este pan partido estaba esparcido por las montañas y al ser juntado pasó a ser uno”, se recita en la oración eucarística de la Didaké, “así también que tu Iglesia pueda ser juntada de todos los extremos de la tierra en tu reino”. Y poco más adelante: “Recuerda, Señor, a tu Iglesia para librarla de todo mal y para perfeccionarla en el amor; y recogerla de los cuatro vientos en tu Reino que has preparado para ella; porque tuyo es el poder y la gloria para siempre jamás”. [9]



Clemente, por su parte, en la primera Carta encomienda a los Corintios de “cumplir con orden todo lo que el Señor ha prescripto de hacer en los tiempos ordenados. Él, en efecto, ha prescripto de hacer las ofertas y los servicios litúrgicos (leitourgiai) no al azar y sin orden, sino en tiempos y horas determinadas. Él mismo luego, en su soberana voluntad, ha establecido donde y por quien quiere que sean cumplidos, para que cada cosa hecha santamente y en su beneplácito, lograra ser bien aceptada a su voluntad [...] Al sumo sacerdote en efecto han sido otorgadas funciones litúrgicas a él propias, a los sacerdotes ha sido predispuesto el justo lugar de ellos, a los levitas corresponden servicios propios. El hombre laico está vinculado a los ordenamientos laicos”.[10]

De este modo, refiriéndose a la liturgia del antiguo Israel, Clemente desvela su ideal de Iglesia. Ya en los capítulos anteriores de la Carta él había mencionado otras dos analogías. La primera es aquella del ejército, en la cual los soldados son sometidos, cada uno en el propio orden, a sus comandantes. La segunda es aquella del cuerpo, donde todos los miembros “con-spiran” en una única sumisión a la conservación del cuerpo entero. Pero el perno sobre el cual giran las tres analogías – la del ejército, del cuerpo y del antiguo Israel - es uno solo, precisamente aquella del orden universal que preside al macro y al microcosmos. Su fuerza unificadora es “el único Espíritu de gracia efuso sobre nosotros”, que exhala en los distintos miembros del cuerpo de Cristo, en el cual todos, sin alguna separación, son miembros unos de los otros”.[11] La Iglesia sin embargo no es lugar de confusión y de anarquía, donde uno puede hacer lo que quiere, porque cada uno ejerce en ella el propio ministerio en su orden, estando en el lugar asignado a él según el carisma recibido.

Pero esta pluralidad de ministerios - en Clemente como en la Didaké - es ordenada a la misión común, que se señala en la “gran oración” conclusiva: “Conozcan todas las gentes que tú eres el único Dios, y que Jesucristo es tu Hijo y nosotros tu pueblo y rebaño de tu pastoreo”.[12]



La maravillosa “con-spiración", que habla Clemente, se vuelve “sinfonía de la unidad” en las Cartas de Ignacio: valen, a este respeto, las reflexiones ya desarrolladas sobre el epistolario ignaciano.[13]

Lo que tienen en común los documentos hasta ahora mencionados, y que alcanza el ápice en Ignacio, es - como ya hemos tenido modo de notar - un tipo de dialéctica entre dos elementos irrenunciables de la vida cristiana: por una parte la unidad fundamental que une entre ellos a todos los fieles en Cristo, por otra la estructura jerárquica de la Iglesia.

Pero en estos antiguos textos no hay espacio para la oposición de los roles. Al contrario, la experiencia fundamental de la comunión y de la reciprocidad del creyente funda y sostiene la conciencia de la misión común. Justamente la certeza de pertenecer a un solo cuerpo, totalmente proyectado en la misión, supera la fuerza de identificación ejercida por cada uno de los ministerios desarrollados en el ámbito del mismo cuerpo, que tiene Cristo como jefe.[14]





1.2. Los Padres del siglo III



La situación cambia en el siglo III, cuando se empieza a hablar expresamente de los laicos como “categoría” en el ámbito eclesial. Allí se distingue de los clérigos, incluso en la conciencia que también estos últimos provienen del laicado. El término laico puede connotarse negativamente, mientras en las comunidades se manifiesta todo el peso jerárquico de los ministerios ordenados.

Por otra parte no se puede afirmar tampoco que en el siglo III haya disminuido la conciencia del sacerdocio común de los fieles como característica distintiva del nuevo pueblo de Dios. Lo demuestran numerosos testimonios, también de autores generalmente citados para demostrar la progresiva jerarquización de la Iglesia.

El mismo Clemente Alejandrino, que alude a la “infidelidad laica”[15] en otro contexto, no se cansa de repetir que el Logos es el pedagogo común de un único “pueblo nuevo y joven”, el pueblo de la “nueva y joven alianza”.[16] Y Orígenes, relacionándose a la rica exégesis subapostólica de 1 Pe 2,9 (“Ustedes, en cambio, son una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido”)[17] en la novena Homilía sobre el Levítico representa en estos términos la identidad sacerdotal de cada creyente: “¿no sabes que también a ti, es decir a toda la Iglesia de Dios y al pueblo de los creyentes, ha sido otorgado el sacerdocio? Escucha como Pedro habla de los fieles: “Estirpe electa”, dice, “real, sacerdotal, nación santa, pueblo que Dios ha adquirido”. Pues tú tienes el sacerdocio porque eres “estirpe sacerdotal”.[18]

Que luego todos los fieles, en la variedad de su específico ministerio, estén llamados a una común misión de salvación, resulta por otro lado de un particular testimonio del Contra Celsum: los cristianos, sostiene Orígenes, no realizan el servicio militar porque son sacerdotes, y participan así en el rol que los paganos les reconocían a sus sacerdotes. “Los cristianos”, continúan el alejandrino en el mismo contexto, “son mucho más útiles a la patria de todos los otros hombres; ellos forman a sus conciudadanos, enseñándoles la piedad hacia Dios guardián de la ciudad. Ellos ayudan a subir hacia una polis divina y celeste a quienes viven honestamente en sus pequeñas ciudades”.[19]





1.3. El pasaje del primero al segundo período



En definitiva - a pesar de quien es propenso a ver en los testimonios patrísticos una sistemática contraposición entre jerarquía y laicado,[20] y en último análisis una delegación incondicional de la misión a los ministros ordenados - parece que en edad prenicena nunca disminuyó una fecunda dialéctica entre la fundamental unidad de la “estirpe electa” y la estructura jerárquica de la Iglesia. Se tiene que hablar más bien de un equilibrio diferente entre las dos instancias. Simplificando al máximo, podríamos decir que a la hegemonía de la primera sigue el prevaler de la segunda: en medio, “bisagra” de los dos períodos, está la época de los emperadores Severos (193-235).

Formulada de este modo, la simplificación aparece sin duda excesiva. Ella conserva sin embargo un valor provocador, que invita enseguida al estudio del ambiente histórico-institucional entre los siglos II y III. Se trata efectivamente de un capítulo decisivo para quien entiende “escribir una historia de la misión cristiana y de la conversión del mundo antiguo”.[21]





En su conjunto la organización de la respublica en este período denuncia las grietas de la próxima crisis, mientras que las instituciones eclesiales van poco a poco afirmándose en un imperio oficialmente perseguidor. Y mientras la crisis es retardada por la llegada de los Severos - vistosamente ocupados en la consolidación y en la propaganda religiosa de la monarquía - la adhesión ya evidente de los ambientes de corte y de las clarissimae familias senatoriales al cristianismo prelude al definitivo acto de conquista del imperio por parte de la Iglesia, quizás como nunca ocupada a extender el diálogo misionero hasta las clases más influyentes de la sociedad.

Así, en el contexto paradójico de la edad severiana - donde los cristianos eran perseguidos, sin embargo admitidos a las intimidades de la familia imperial - la difusión ampliada del cristianismo comportó en primer lugar un paralelo incremento cuantitativo y cualitativo de los laico en la Iglesia. En segundo lugar los intercambios más intensos entre cultura pagana y cultura cristiana expusieron la institución eclesial a una serie de influjos heterogéneos, provenientes por un lado de la sociedad romana y de su organización piramidal, por el otro de la tradición platónica y de sus modelos de polis a estructura degradante de la perfección del Uno a la imperfección del múltiple. Es necesario luego añadir a estos influjos aquellos derivados de ciertas representaciones vétero-testamentarias, que planteaban una neta separación entre la casta sacerdotal y el pueblo.[22]

Coherentemente las dos instancias complementarias e ineludibles de la vida eclesial – por una parte aquella de respetar el sacerdocio común de los creyentes y la estructura carismática de la Iglesia, por la otra aquella de valorizar el sacramento del orden y la estructura jerárquica del pueblo de Dios - fueron solicitadas de modo inédito por la nueva honda política y cultural.

En particular la urgencia de estructuras organizativas más definidas y eficientes, empezando justamente por la autoridad del obispo y la formación de los clérigos, debía reflejarse en una marcada jerarquización de las comunidades.

La verificación documental está proporcionada antes que nada por un famoso escrito perteneciente al corpus hipolitiano: la Tradición Apostólica, el más antiguo ritual para las ordenaciones, que continúa a inspirar nuestras liturgias. De hecho todavía hoy la Iglesia romana celebra la ordenación de los obispos con el texto de la Traditio, y percibe de ella la sustancia de la anáfora en la segunda Oración Eucarística.[23]

Los problemas de la paternidad, de la datación y de la transmisión de este documento venerable - que no nos ha llegado directamente, pero que ha sido identificado y reconstruido en base a fuentes posteriores - cruzan la vexata quaestio hipolitiana.[24] En todo caso el antiguo texto de la Traditio está reconducido comúnmente al corazón del período severiano, alrededor del 215.

En la Tradición Apostólica los clérigos se presentan definitivamente configurados en la tríada obispos-presbíteros-diáconos.

Sólo a ellos está reservada la ordenación con la imposición de las manos.[25] A través del rito es derramada la gracia, destinada de modo especial al ejercicio del ministerio correspondiente. Otros ministerios son reconocidos e instituidos, pero sin la ordenación y la impositio manuum: en efecto no se trata de habilitar a alguien a un oficio litúrgico de presidencia, sino sencillamente de reconocer un estado de hecho (confesores, vírgenes, curanderos) de asignar un título (viudas) o de confiar una tarea (lector, subdiácono).

El rol del obispo asume el máximo relieve: es él que ordena, es él el jefe, es él el sucesor de los apóstoles, es él que participa al Espíritu del sumo sacerdocio. Los presbíteros son sus consejeros y ayudantes en el gobierno del pueblo como los sacerdotes elegidos por Moisés. Luego los diáconos son ordenados no al sacerdocio, sino al servicio del obispo, para que ejecuten sus órdenes.

“Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo”, recita la solemne oración de la consagración episcopal, “derrame ahora la fuerza - que viene de ti - del Espíritu principal, que has donado a tu querido Hijo Jesucristo y él a su vez a los santos apóstoles (...) Concede oh Padre, conocedor de los corazones, a este tu siervo que has elegido para el episcopado, de apacentar tu santo rebaño, y de ejercitar por ti la primacía del sacerdocio de modo irreprensible, sirviendo de noche y de día, de hacer incesantemente propicio tu rostro y de ofrecer los dones de tu santa Iglesia, de tener la potestad - por el Espíritu del sumo sacerdocio - de perdonar los pecados según tu mandato, de distribuir los encargos según tu mando, de disolver cada vínculo según el poder que tú has otorgado a los apóstoles”.[26]

Ciertamente no puede escaparnos la triple referencia a la primacía del sacerdocio episcopal. Por nuestra parte creemos que esto debe ser considerado como la característica de aquel “empuje jerarquizante” que atravesó los pontificados de Victor, de Cefirino y de Calixto, y que condujo la comunidad cristiana de Roma entre finales del siglo II y principio del siglo III “a organizarse en sentido fuertemente unitario, potenciando la autoridad del obispo”.[27]

Por otro lado, como hemos visto, la Tradición Apostólica también presenta una fecunda pluralidad de ministerios no ordenados - los de los confesores, de las viudas, de los lectores, de las vírgenes, de los subdiáconos y de los curanderos, a los cuales deben ser añadidos los hostieros y de los acólitos - que no resulta seguramente “aplastada”[28] por la autoridad del obispo. En diálogo con los ministros y con todos los fieles, el obispo concelebra, en la liturgia y en la vida, la oración de la oferta sacrifical y el solemne doxología conclusiva, que expresa la perenne misión del Hijo y del Espíritu a la Iglesia y al mundo: “te rogamos de enviar tu Espíritu Santo sobre la oferta de la santa Iglesia, de dar unidad a todos los que participan en ella, y de concederles ser plenos del Espíritu Santo y fortificados en la fe de la verdad, para que te alabemos y te glorifiquemos por Jesucristo tu Hijo, por el cual tú, Padre e Hijo con el Espíritu Santo en la santa Iglesia, tienes honor y gloria por los siglos de los siglos”.[29]



2. Después de Nicea, hacia Calcedonia (325-451)





2.1. El contexto histórico



La “tendencia histórica” dominante en la Iglesia de los siglos IV-V es la de una progresiva afirmación de la religión cristiana sobre el paganismo. En menos de ochenta años se pasa de la persecución a la supremacía del cristianismo (edicto de Teodosio del 380).[30]

En este contexto la llamada “Iglesia imperial”[31] es solicitada cada vez más a organizar las propias estructuras internas, a partir naturalmente de los varios grados jerárquicos y de la formación de los sagrados ministros.





2.2. Los órdenes o “grados” jerárquicos



Justamente durante el siglo IV se afirma la subdivisión del clero en dos grupos, que al principio del siglo sucesivo Inocencio I (401-417) indica como clerici superioris ordinis, (obispos-presbíteros-diáconos) y clerici inferioris ordinis (subdiácono-acólito-exorcista- hostiario-lector).[32] Pero quedan los grados inferiores subordinados a fuertes variaciones, ya sea en el número, en la evaluación (¿pertenecían realmente al clero?), que en la definición de las relativas tareas.[33]





2.3. Los tratados sobre el sacerdocio



Al mismo tiempo, entre los siglos IV y V, se asiste a una verdadera proliferación de escritos sobre el tema de la santidad sacerdotal. Es oportuno enumerarlos. En Oriente, además del breve Sermón sobre el sacerdocio de Efrem Siro (+ 373) tenemos la segunda Oración de Gregorio de Nacianzo (+ 390) y el célebre Diálogo sobre el sacerdocio de Juan Crisóstomo (+ 407); para el Occidente es necesario recordar al menos el De officiis [ministrorum] de Ambrosio (+ 397) la carta de Jerónimo (+ 419 o 420) a Nepociano y varios discursos y cartas de san Agustín (+ 430).[34]







2.4. “Formación clerical” y “formación monástica”



La instancia formativa también está bien presente en las experiencias monásticas de los siglos IV y V.[35] Se puede hablar más bien de “una estrecha interacción” entre formación clerical y formación monástica.[36] Al respeto hace falta considerar sobre todo las Conlationes, conversaciones comunitarias en forma de diálogo, dirigidas por un “anciano”: así, precisamente en ámbito monástico-eremítico, nace la figura del “padre espiritual”.

Antonio abad (+ 356) es el iniciador del monaquismo en la forma eremítica. Y justamente Antonio establece el padre espiritual como guía hacia la perfección: “Ustedes como hijos”, les decía a sus monjes, “tráiganme, como a un padre, las cosas que saben, y díganmelas. Por mi parte, siendo por mi edad más anciano de ustedes, los haré partícipes de lo que sé y he experimentado”.[37]

Junto a Antonio es necesario recordar Pacomio, que en el 323 funda la primera comunidad cenobítica con sus estructuras características (monasterio, regla, abad) y Basilio (+ 379) para quien la vida monástica es la perfecta realización de la vida cristiana.

Pero es sobre todo en Occidente que se registra el encuentro entre formación clerical y formación monástica. Eusebio, obispo de Vercelli desde el 345, fue primero que reunió al propio clero en vita communis, volviéndose por lo tanto el fundador del más antiguo monosterium clericorum. La historia del encuentro entre institución monástica y eclesiástica continúa con Hilario de Poitiers (+ 367) y con Martín de Tours (+ 357) verdadero modelo de monje-obispo. Al “punto de llegada” encontramos a Agustín. Después de la ordenación episcopal, escribe él mismo, “quise tener en casa un monasterio de clérigos... Y saben todos”, hace notar a su gente, “que nosotros vivimos aquí, en la casa llamada del obispo, para imitar en los límites de lo posible aquellos santos, de los cuales habla el libro de los Hechos de los Apóstoles”: ninguno consideraba como suyo aquellos que poseía, sino que tenían todo en común”.[38] “También a Cartago Agustín instituye un monasterio con las mismas finalidades.







3. Conclusión



Como conclusión de esta síntesis, con la intención de reconducir en su cuadro histórico los testimonios patrísticos sobre la formación sacerdotal, es oportuno releer un pasaje importante de la Exhortación apostólico Evangelii Nuntiandi: “Una mirada sobre los orígenes de la Iglesia” escribió Pablo VI en 1975, “es muy esclarecedora y aporta el beneficio de una experiencia en materia de ministerios, experiencia tanto más valiosa en cuanto que ha permitido a la Iglesia consolidarse, crecer y extenderse”.[39]

Tal es la perspectiva de estas páginas, que han querido confrontar con la historia de los orígenes cristiano una de las reflexiones iniciales de la PDV: «“Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron donde él..... para que estuvieran con él.(…) Se puede afirmar que la Iglesia —aunque con intensidad y modalidades diversas— ha vivido continuamente en su historia esta página del Evangelio, mediante la labor formativa dedicada a los candidatos al presbiterado y a los sacerdotes mismos”»[40]

Por nuestra parte quedamos convencidos que la referencia a la viva tradición de los Padres ayuda “formadores” y “formandos” a confrontarse eficazmente, en cada momento de la formación sacerdotal, con la “fisonomía esencial del sacerdote que no cambia”[41]: porque el sacerdote de la “nueva evangelización” como el presbítero de los orígenes cristianos, es llamado a ser siempre imagen viva y transparente de Cristo buen Pastor.


Nota: esta información basicamente esta tomada del sitio web http://www.annussacerdotalis.org




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[3] Sobre la ordenación eclesiástica neotestamentaria - vista como un sistema todavía en fase de desarrollo – ver G. GHIBERTI, Sa­cerdozio ministeriale e laicità. Il progetto neotestamentario, en DIPARTIMENTO DI SCIENZE RELIGIOSE DELL'UNI­VERSITA' CATTOLICA (cur.), Laicità nella Chiesa (= Fede e mondo moderno, 3), Milán 1977, pp. 160-180.





[4] Cf. E. DAL COVOLO (et alii), Laici e laicità nei primi secoli della Chiesa (= Letture cristiane del primo millennio, 21), Mi­lán 1995.





[5] O. PASQUATO, L'istituzione formativa del presbitero...

[6] Didaché 15,1-2, ed. W. RORDORF-A. TUILIER, SC 248, París 1978, pp. 192-194.



[7] Ibidem 11,2, pp. 182-188.



[8] Cf. Didaché. Dottrina dei Dodici Apostoli. Introducción, traducción y notas de U. MATTIOLI (= Letture cristiane delle ori­gini, 5/Testi), Roma 19803, pp. 63-69, y globalmente K. NIEDERWIMMER, Die Didaché (= Kommentar zu den Apo­stolischen Vätern, 1), Göttingen 1989. Ver también F.E. VOKES, Life and Order in Early Church: the Didache, en W. HAASE (cur.), Aufstieg und Niedergang der Römischen Welt, 2,27,1, Berlín-NuevaYork 1993, pp. 209-233; C.N. JEFFORD (cur.) The Didache in Context. Essays on Its Text, History and Transmission (= Supplements to Novum Testamentum, 77), Leiden - NuevaYork – Colonia 1995 (A Bibliography of Literature on the Didake, pp. 368-382). Sobre la relación entre «carisma» e «institución» en los primeros siglos, ver E. CATTANEO, Carisma e istituzione nella Chiesa antica 37 (1996), pp. 201-216.



[9] Didaché 9,4. 10,5, p. 176.



[10] CLEMENTE ROMANO, Lettera ai Corinzi 40,1-5, ed. A. JAUBERT, SC 167, París 1971, p. 166.



[11] Ibidem 46,6-7, p. 176.



[12] Ibidem 59,4, p. 196.



[13] Ver arriba, notas 42-51 y contexto.



[14] Cf. E. DAL COVOLO, I laici nella chiesa delle origini, en M. TOSO (cur.), Laici per una nuova evangelizzazione. Studi sull'esortazione apostolica «Christifideles Laici», Leumann (Turín) 1990, pp. 41-54; E. DAL COVOLO, Ministeri e missio­ne..., pp. 123-136; ID., Laici e laicità nei primi secoli della Chiesa, «Rassegna di Teologia» 37 (1996), pp. 359-375.





[15] CLEMENTE AL., Stromati 5,6,33,3, ed. O. STÄHLIN - L. FRÜCHTEL - U. TREU, GCS 524, pp. 347-348.



[16] ID., Pedagogo 1,7,58,1. 59,1, ed. H.I. MARROU - M. HARL, SC 70, París 1960, p. 214.



[17] Ver especialemente G. OTRANTO, Il sacerdozio comune dei fedeli nei riflessi della 1 Petr. 2,9 (I e II secolo), «Vetera Christia­norum» 7 (1970), pp. 225-246.





[18] ORIGENE, Omelia sul Levitico 9,1, ed. M. BORRET, SC 287, p. 72. Cf. E. DAL COVOLO, «Voi siete stirpe eletta, sacerdozio regale, popolo santo...». Esegesi e catechesi nell'in­terpretazione origeniana di 1 Petri 2,9, en S. FELICI (cur.), Esegesi e catechesi nei Padri della Chiesa (secc. II-IV) (= Biblioteca di Scienze Religiose, 106), Roma 1993, pp. 85-95.





[19] ORIGENE, Contra Celsum 8,74, ed. M. BORRET, SC 150, París 1969, pp. 348-350.

[20] Ver en particular A. FAIVRE, I laici alle origini della chiesa (ed. francés, París 1984), Cinisello Balsamo 1986. Pero Cf. las «prospettive di sintesi» de P. Siniscalco y las mías en E. DAL COVOLO, Chiesa Società Politica..., pp. 159-173.





[21] C. PIETRI, Prefazione, en E. DAL COVOLO, I Severi e il cristianesimo. Ricerche sull'ambiente storico-istituzionale delle origini cristiane tra il secondo e il terzo secolo (= Biblio­teca di Scienze Religiose, 87), Roma 1989, p. 6.



[22] Para la relativa documentación envío nuevamente a E. DAL COVOLO, I Severi e il cristianesi­mo...; P. SINISCALCO, I laici nei primi secoli del cristianesimo, en P.S. VANZAN (cur.), Il laica­to nella Bibbia e nella storia (= Nuovi saggi, 2), Roma 1987, pp. 95-96.







[23] A.G. MARTIMORT, Nouvel examen de la "Tradition Apostolique" d'Hippolyte, «Bul­letin de Littérature Ecclésiastique» 88 (1987), pp. 5-25; ID., Encore Hippolyte et la "Tradition Apostolique", ibidem 92 (1991), pp. 133-137; M. METZGER, Enquêtes autour de la pretendue "Tradition Apostolique", «Ecclesia orans» 9 (1992), pp. 7-36; ID., A' propos des règlements ec­clésiastiques et de la prétendue Tradition Apostolique, «Revue des Sciences Religieuses» 66 (1992), pp. 249-261; A.G. MARTIMORT, Encore Hippolyte et la "Tradition Apostolique" (II), «Bulletin de Littérature Ecclésiastique» 97 (1996), pp. 275-287; F. RUGGIERO, Celebrazione, effusione della grazia e annuncio nella Tradizione Apostolica, in E. MANICARDI - F. RUGGIE­RO (curr.), Liturgia ed evangelizzazione..., pp. 147-184.





[24] Cf. M. SIMONETTI, Aggiornamento su Ippolito, en INSTITUTUM PATRISTICUM AUGUSTINIANUM (cur.), Nuove ricerche su Ippolito (= Studia Ephemeridis "Augustinianum", 30), Roma 1989, pp. 75-130 (en particular sobre la Tradición Apostólica Cf. nota 160, pp. 127-128). La publicación muy reciente del volumen de A. BRENT, Hippolytus and the Roman Church in the Third Century. Communities in Tension before the Emergence of a Monarch-Bishop (= Supplements to Vigiliae Christianae, 31), Leiden - Nueva York – Colonia 1995, parece sugerir ulteriores estímulos a la investigación. Tengo la impresión además que la tesis enunciada en el título con dificultad pueda tolerar el examen de los testimonios: ver al respecto M. SIMONETTI, Una nuova proposta su Ippolito, «Augustinianum» 36 (1996), pp. 13-46. Cf. en fin J.-P. BOU­HOT, L'auteur romain des Philosophumena et l'écrivain Hippolyte, «Ecclesia Orans» 13 (1996), pp. 137-164.





[25] En griego cheirotonia. Cf. C. VOGEL, Cheirotonie et Chirotésie. Importance et relati­vité de l'imposition des mains dans la collation des ordres, «Irénikon» 45 (1972), pp. 7-21. 207-238; G. KRETSCHMAR, Die Ordination im frühen Christentum, «Freiburger Zeitschrift für Phi­losophie und Theologie» 22 (1975), pp. 35-69; E. FERGUSON, Laying on of Hands: its Signifi­cance in Ordination, «Journal of Theological Studies» 26 (1975), pp. 1-12. Sobre la teología de la ordenación desde el inicio del siglo III hasta el Concilio de Nicea, Cf. J. LÉCUYER, Le sacrement de l'ordination. Recherche historique et théologique (= Théologie historique, 65), París 1983, pp. 28-59.





[26] PSEUDOIPPOLITO, La Tradizione Apostolica 3, ed. B. BOTTE, SC 11 bis, París 19842, pp. 42-46.



[27] M. SIMONETTI, Roma cristiana tra II e III secolo, «Vetera Christianorum» 26 (1989), pp. 135-136 (reimpreso en ID., Ortodossia ed eresia tra I e II secolo [= Armarium. Biblioteca di storia e cultura religiosa, 5], Messina 1994, pp. 291-314).



[28] Ver por último U. FALESIEDI, Le diaconie. I servizi assistenziali nella Chiesa antica (= Sussidi Patristici, 7), Roma 1995, especialmente pp. 51-55.





[29] PSEUDOIPPOLITO, La Tradizione Apostolica 4, ed. B. BOTTE, SC 11 bis, p. 52.





[30] Ver la síntesis - rápida cuanto eficaz - de P.F. BEATRICE, Storia della Chiesa An­tica, Turín 1991, pp. 67-73 (nota critico-bibliográfica, pp. 119-127).





[31] Cf. B. STUDER, La teologia nella Chiesa imperiale (300-450), en ISTITUTO PATRI­STICO AUGUSTINIANUM (cur.), Storia della teologia..., pp. 305 ss.





[32] INNOCENZO I, Epistola 2,3, PL 20, c. 472.



[33] Cf. K. BAUS - E. EWIG, L'epoca dei Concili (= Storia della Chiesa diretta da Hubert Jedin, 2) (ed. alemana, Freiburg im Breisgau 1971), Milán 1972, pp. 295-315.





[34] Cf., también para las indicaciones de las respectivas ediciones, A. TRAPÉ, Il sacerdote uomo di Dio..., pp. 16-17.



[35] Ver por ejemplo L. BOUYER, La spiritualità dei Padri (III-VI secolo). Monachesimo antico e Padri (= Storia della spiritualità, 3/B), Boloña 1986.





[36] También O. PASQUATO, L'istituzione formativa del presbitero..., p. 278, reenviamos también a las consideraciones sucesivas.





[37] ATANASIO, Vita di Antonio, ed. G.J.M. BARTELINK, SC 400, París 1994, p. 178.



[38] AGOSTINO, Sermone 355,2, Nuova Biblioteca Agostiniana 34, Roma 1989, pp. 244-246.



[39] PAOLO VI, Evangelii Nuntiandi 73, «Acta Apostolicae Sedis» 68 (1976), p. 62.



[40] PDV 2, p. 659. Para una mirada de conjunto de todo el arco de la historia de la Iglesia se puede ver L. PACOMIO (cur.), I preti da 2.000 anni memoria di Cristo tra gli uomini, Casale Monf. 1991 (sobre la edad patrística en particular se vea la contribución de L. PADOVESE, Sacerdote in un «regno di sacerdoti» (Ap 1,6): riflessioni e testimonianze patristiche sul ministero ordinato, ibidem, pp. 85-151).





[41] PDV 5, p. 664.

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