El teólogo católico Benjamín Forcano dice que “la palabra laico se suele usar como contrapuesta a clérigo, y la de laicismo, contrapuesta a religiosidad. Una sociedad laica y laicista sería en este sentido la que se organiza y regula desde una perspectiva no clerical o religiosa, no para negar o ir contra esos valores, sino para fijar unas bases laicas con valores comunes que hagan posible una convivencia para todos”.
¿Puede un Gobierno, cualquier Gobierno, erradicar la fe del hondón del alma, que diría Unamuno, e imponer por decreto una creencia laicista? Se ensayó el sistema durante años en la Unión Soviética, en los países del Este de Europa enclavados en el bloque comunista, en China, en Cuba. ¿Con qué resultado? En todos estos países los que eran creyentes siguen siéndolo y se han añadido millones que no lo eran.
No se puede descatolizar a un país por Decreto, como se le ocurrió decir a Azaña, ni tampoco se puede imponer el laicismo por decreto, como temen el Papa y la jerarquía de su Iglesia en España.
“¡Qué atrocidad, qué laicos somos”, tituló Ignacio Ruiz un artículo en el diario A.B.C. (22-12-2004). La atrocidad es la suya, y la barbaridad tambien, cuando escribe que “con el tabarrón del laicismo quiere Rodríguez Zapatero volver a echarnos agua por lo civil”. Si un señor que lleva diez meses ejerciendo como presidente del Gobierno fuese capaz de transformar a un país católico en un país laicista, pobre, muy pobre e inmensamente débil serían las convicciones católicas de los ciudadanos.
Sólo el Código de Derecho Canónico tiene 2.414 artículos y 5 apéndices que suman 186 artículos más, en total, 2.600 artículos en la legislación de la Iglesia católica. ¿Qué poder tiene el Gobierno de un país católico para anular con un decreto toda esa masa legislativa? La fe es la tremenda y gloriosa aventura de la persona que se encuentra con Dios. Por la fe se lucha, no hay pasividad. Por la fe se sufre, por la fe se llora, la fe es dolorosa cuando le invaden los retortijones de la duda, la fe entra en crisis, pero no muere fácilmente. Mucho menos puede sucumbir porque un Gobierno lo determine por decreto.
Poca fe y menos visión debe tener el periodista de A.B.C. cuando añade que “el pueblo (el español), desde luego, ha obedecido la orden de ser laico”. ¿De dónde emana esa orden? ¿Del Gobierno? Si esto fuera así no habría un solo protestante en España. Porque desde 1936 en parte del país y desde 1939 en su totalidad, los gobiernos emanados del nacionalcatolicismo promulgaban decreto tras decreto para poner de rodillas a la minoría protestante y para acabar de una vez con esta fe. ¿Lo lograron? ¿Consiguieron aquellas leyes obligarnos a adoptar un catolicismo que iba en contra de nuestras creencias?
Sigue el señor Ignacio Ruiz: “El catolicismo constituye para nosotros una segunda naturaleza, y toda nuestra actitud ante la vida, toda nuestra manera de ser y de sentir, es una manera fundamentalmente católica”. ¡Bravo! ¡Muy bien! Si esto es así, ¿a qué tanto miedo? Todos los socialismos del mundo, todos los comunismos, todos los ateísmos, todos los laicismos, aunque se juntaran todos y constituyeran un tsunami arrasador, no lograrían nada contra una fe que según Ruiz constituye una doble naturaleza.
Claro que el articulista de A.B.C. no da muestras de tener las ideas claras. Copiando a Menéndez y Pelayo, el primero en escribir semejante barbaridad, dice: “Ser católico es ser español, igual que ser protestante es ser alemán”.
¡Viva la cultura! ¡Pobre periodismo español! Nos está diciendo Ignacio Ruiz que los únicos protestantes que hay en el mundo son los alemanes –40 millones entre 700- y los únicos españoles son el siete por ciento que acude los domingos a Misa. De ser así, Rodríguez Zapatero lo tiene fácil. Meter en el saco del laicismo a los que ya viven en plan laicista es lo más sencillo del mundo.
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negar u ocultar que el «laicismo» tiene tras de sí una larga historia de abusos y que ha servido como coartada para prohibir enseñanza religiosa es útil para defenderlo, pero supone ignorar una de las principales enseñanzas que la historia contemporánea nos ha dado: que el Estado, responsable en última instancia de la escuela laica, puede servirse de ella para imponer un determinado credo antirreligioso. Piénsese, por citar sólo el caso de nuestro país, en lo que para la izquierda española de la primera mitad del siglo XX y en la Constitución de 1931 significó la escuela laica. El peligro de recurrir a la imposición y de incurrir en la intolerancia no lo corren, pues, sólo quienes defienden un modelo de escuela fundada en convicciones religiosas y morales, sino también los defensores de la escuela laica.
ResponderEliminarPor eso me parece muy peligroso defender el laicismo sin reconocer que éste debe tener también unos límites, que vienen marcados por los mismos derechos humanos en los que dice fundarse. En efecto, uno de los grandes derechos humanos es la libertad de pensamiento y de expresión, y una de sus principales manifestaciones es la libertad de enseñanza. Se trata de dos derechos íntimamente conectados, pues resulta un contrasentido afirmar que en un país reinan la libertad de pensamiento y de expresión si la libertad de enseñanza, que no es otra cosa que la libertad para transmitir a otros seres humanos los propios valores y la propia visión del mundo, está cercenada. Tal cosa sucede cuando el Estado se arroga el derecho de imponer un único credo religioso o moral, pero también cuando -en nombre de la neutralidad ideológica- impide que las convicciones personales de los ciudadanos tengan un lugar destacado en la enseñanza. El laicismo puede caer -y de hecho ha incurrido con frecuencia- en esta contradicción.
el relativo consenso que, en España y otros muchos países europeos, con la significativa excepción de Francia, parece haberse alcanzado sobre las libertades educativas tras la Segunda Guerra Mundial, me parece más un pacto entre fuerzas políticas, que el fruto de la reflexión filosófica seria. Por ejemplo, no se entiende muy bien por qué, si el fundamento de la libertad de enseñanza es la libertad de pensamiento y expresión de los ciudadanos, éstos han de renunciar a ella en la escuela pública, pero no en la privada. Ni la «neutralidad» -mucho más presunta que real- de tal escuela, ni su función de garantizar la cohesión social y política, ni el hecho de que esté financiada con el dinero de todos los ciudadanos, me parecen motivos suficientes para privar a los ciudadanos de su derecho a recibir y promover una enseñanza acorde con sus convicciones. Dado que no dispongo de espacio para explicar el fundamento de tales afirmaciones, dejo este tema para otra ocasión o para una posible contrarréplica.
ResponderEliminarHablar de la escuela laica de manera abstracta es también improcedente porque no permite abordar los problemas reales que se plantean en la enseñanza cuando se intenta aplicar tal modelo educativo. Por ejemplo, supongamos que un gobierno desea regular el contenido de la educación sexual. Dado que las convicciones en dicha materia tienen un carácter privado, ¿es democrático que imponga un temario a todos los padres y a todas las escuelas? ; ¿debe imponérselo sólo a los padres que optan por las escuelas públicas? ; o ¿debe dejar que también éstos decidan qué desean que se les enseñe a sus hijos? Algo parecido sucede con la enseñanza de una ética laica basada en los Derechos Humanos. Debería partirse de los convenios y declaraciones internacionales al respecto, pero resulta evidente que éstos admiten diversas interpretaciones. ¿Sería el Estado quien debería fijar cuál es la correcta?, o ¿se podrían enseñar diversas visiones de su contenido y de sus consecuencias para la acción moral?