Pilar Garcés (Levante-Emv).
No es que consideremos que los premios son realmente el reconocimiento de algún tipo de excelencia, desde el Ondas de la comunicación de Jorge Javier Vázquez al Oscar de cine de Mel Gibson. Sin embargo, parecía que los Nobel conservaban cierto prestigio, hasta el lunes, cuando quedaron a la altura ética de las votaciones amañadas de las repúblicas bálticas en Eurovisión. Corría el año 2009 cuando los noruegos nos sorprendían con la concesión de su universal galardón de la Paz al recién elegido Barak Obama, «por sus esfuerzos extraordinarios en fortalecer los procesos diplomáticos multilaterales». Nos pareció un poco sobreactuado, pero en la línea de la ilusión que despertó la llegada del líder demócrata a la Casa Blanca decidimos darle la oportunidad de ganárselo. Tras el asesinato en Pakistán de Osama bin Laden se nos aclaran algunos conceptos. Por diplomacia multilateral se entiende que disparen en la cabeza a un viejo desarmado ochenta soldados bien pertrechados, y el fortalecimiento de dicha diplomacia multilateral consiste en actuar militarmente en un país soberano sin pedirle ni la hora por si acaso va y se chiva. Pues vale. Como bien ha comentado el periclitado Dick Cheney, vicepresidente del infausto George Bush que invadió ilegalmente Irak, han valido la pena todos los años de torturas en Guantánamo para llegar a cazar a Bin Laden, una década después de los atentados de las Torres Gemelas. De hecho, el que cantó la información necesaria para la operación fue sometido a la prueba de «la bañera», consistente en ahogarle repetidamente. Más vale que el Nobel de la Paz no llevara aparejado el cese inmediato de este tipo de entretenimientos del gobierno norteamericano, pues acabar con ellos habría puesto en peligro el éxito de todo el dispositivo denominado Gerónimo, como el último líder apache que plantó cara al hombre blanco.
Imagino que el artilugio físico llamado Premio Nobel de la Paz de Obama se encuentra colocado en la Casa Blanca encima de la televisión donde el mandatario, su segunda Hillary Clinton y todo su Estado Mayor y asesores observaron sin perder ripio cómo el comando militar entraba en la vivienda de Bin Laden y disparaban a su mujer, a él y al resto de ocupantes desarmados y maniataban a los niños. «Resistirse no requiere un arma», ha aclarado un portavoz. No sé, yo no he hecho la mili, y lo mismo resulta muy peligroso que te arrojen dátiles contra el fusil de asalto con infrarrojos. Un edificante reality show de la democracia moderna, con sus palomitas y todo, y con el final feliz de la desaparición del cadáver del enemigo para que la comparsa de naciones aliadas no formule demasiadas preguntas. El presidente norteamericano no tuvo la deferencia de invitar a algunos de sus predecesores en el exclusivo listado del Nobel de la Paz, como Nelson Mandela o el Dalai Lama, a semejante espectáculo. Martin Luther King se hubiera sentido tan orgulloso...
Osama Bin Laden, más malo que malo, peligroso y responsable de dolores inimaginables, merecía otro final. Un final con juicio, interrogatorios, exposición pública y todas esas chorradas de la luz y los taquígrafos que siempre se sueltan al describir las formas de gobierno occidentales que nos ha costado tanta sangre inocente defender, pero que al final siempre se protegen en las alcantarillas. O sea, que el desalmado terrorista antisistema no merecía una desalmada ejecución antisistema, porque así parece que se nos ha vuelto a escapar vivo, que ha ganado él.
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