(Levante-Emv).Hafez el Asad, con el que la comunidad internacional mantiene intactas sus relaciones, pertenece más al género de los Gadafi que al de los Alí o Mubarak, éstos últimos fundamentalmente cleptócratas y sólo accidentalmente criminales. Esa terrible circunstancia, sustanciada hoy en la sanguinaria represión de un pueblo que, venciendo el miedo a las cuadrillas de asesinos del régimen sirio, se rebelan inermes contra la opresión, traza la raya que separa la diferente suerte de los pueblos que hemos dado en llamar «musulmanes» o «árabes» en sus revoluciones por el pan, la dignidad, la libertad y la modernidad.
A un lado de esa línea, los que cuentan con el aliento de las potencias occidentales, que por puro pragmatismo interesado apoyan a los pueblos frente a sus tiranías periclitadas, y al otro lado, los que no cuentan con ese aliento.
Del lado de allá de esa linde, en los remotos territorios del desamparo, se halla el pueblo de Siria, que cuenta sus muertos por centenares frente a los proyectiles de las bandas armadas de la dictadura. Ningún país, al contrario de lo que ha ocurrido en Túnez, en Egipto o en Libia, ha cuestionado al sátrapa, ni ha retirado sus embajadores de Damasco, ni ha estimulado la creación de una célula internacional de seguimiento, y sólo Obama en su mención a Irán, más reveladora de los fantasmas exteriores de su país que de ninguna disposición a socorrer a los sirios, y la canciller de la Unión Europea, han dado a su condena un grado, un único grado, de mayor intensidad.
Por las calles de Damasco, de Deraa y Jableh corre la sangre de la gente. Su delito: uno particularmente imperdonable, el de saber que otra vida, mucho más digna de ese nombre que la que arrastran desde hace décadas, siglos, es posible. Diríase que por alguna oscura razón, sin embargo, resulta improcedente que aspiren a ella.
Rafael Torres (Levante-Emv).
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