viernes, 20 de mayo de 2011

Solamente puede haber auténtica y plena libertad religiosa en sociedades democráticas dialogales y participativas, con un Estado laico e imparcial que garantice la autonomía de cada uno y la igualdad política de todos los ciudadanos.

El Papa Benedicto XVI, trata del tema Razón ética y fe religiosa, hablando de todas las religiones, en la conferencia que debió dar como invitado en la Universidad de Roma, y que no pudo realizarse debido al obscurantismo y los prejuicios de un puñado de profesores y estudiantes.


Plantea precisamente la cuestión: “Aquí, sin embargo, surge inmediatamente la objeción según la cual el Papa, de hecho, no hablaría verdaderamente basándose en la razón ética, sino que sus afirmaciones procederían de la fe y por eso no podría pretender que valgan para quienes no comparten esa fe”. Este fue el argumento que durante siglos permitió excluir a las personas religiosas de todo posible diálogo político en sus propias sociedades, por no considerarlos libres ni racionales.


Apoyándose en John Rawls, el Papa sostiene que, si bien las “doctrinas religiosas globales” no pretenden abarcar todo, “son al menos una razón que no podría, en nombre de una racionalidad endurecida desde el punto de vista secularista, ser simplemente desconocida… Ve (Rawls) un criterio de esta racionalidad, entre otras cosas, en el hecho de que esas doctrinas derivan de una tradición responsable y motivada, en la que en el decurso de largos tiempos se han desarrollado argumentaciones suficientemente buenas como para sostener su respectiva doctrina. En esta afirmación me parece importante el reconocimiento de que la experiencia y la demostración a lo largo de generaciones, el fondo histórico de la sabiduría humana, son también un signo de su racionalidad y de su significado duradero. Frente a una razón a-histórica que trata de construirse a sí misma sólo en una racionalidad a-histórica, la sabiduría de la humanidad como tal –la sabiduría de las grandes tradiciones religiosas– se debe valorar como una realidad que no se puede impunemente tirar a la papelera de la historia de las ideas”. Es similar al argumento del filósofo político franco-canadiense Charles Taylor –el creador de la llamada “política del reconocimiento”– que éste amplía para todas las culturas, con una presunción o punto de apoyo que tiene cierta validez: “Afirmar que todas las culturas humanas que han inspirado sociedades enteras durante un periodo tan considerable de tiempo tienen alguna cosa que decir a todos los seres humanos”. Esto no significa que “todo es igual, nada es mejor”; el diálogo democrático entre todos los ciudadanos, respetando las diferencias, decidirá qué es lo mejor para una sociedad en ciertos momentos y ante determinados acontecimientos. Tal es la función de la política y la manera democrática de efectivizarla.


A esto se refiere el Papa a renglón seguido, cuando plantea la cuestión de los que llama los “criterios de justicia”, es decir, “cómo se puede encontrar una normativa jurídica que constituya un ordenamiento de la libertad, de la dignidad humana y de los derechos del hombre. Es la cuestión que nos ocupa hoy en los procesos democráticos de formación de la opinión y que al mismo tempo nos angustia como cuestión de la que depende el futuro de la humanidad”. Afirma que Jürgen Habermas expresa “un amplio consenso del pensamiento actual cuando dice que la legitimidad de la Constitución de un país, como presupuesto de la legalidad, derivaría de dos fuentes: la participación política igualitaria de todos los ciudadanos y la forma razonable en que se resuelven las divergencias políticas”. Con respecto a esta ‘forma razonable’, afirma que “no puede ser sólo una lucha por mayorías aritméticas sino que debe caracterizarse como un proceso de argumentación, sensible a la verdad”.


Como síntesis, afirmó en una reciente audiencia pública (20/2/08) al comentar La Ciudad de Dios de San Agustín: “Laicidad no significa represión de la libertad religiosa (que sería laicismo) sino la garantía para que los creyentes de las diferentes religiones puedan ejercer sus derechos fundamentales”.


El problema de fondo para poder salir democráticamente de esta grave situación de malentendidos es el de los parámetros del racionalismo ético y dentro de éste, del naturalismo ético de tipo fisicista, que son los que rigen la actual política moderna y que traté extensamente en la Parte V de mi libro Desafío a la política neoliberal: Comunitarismo y democracia en Aristóteles Allí muestro cómo “la razón cognitiva propia del naturalismo ético lleva a tratar a las personas como objetos, no como actores políticos” y, por lo tanto, a ajenizarlos como diferentes, en un proceso que los sociólogos interaccionistas denominan “othering” y que lleva a “definirlos como inferiores por parte de los que se adjudican alguna superioridad”, y que en este caso son los que se adjudican para sí la “racionalidad”.


Y concluyo: “Cuando en una sociedad política se imponen y reproducen estas estructuras de desigualdad, cuando se priva a las personas de ser actores para convertirlos en objetos susceptibles de manipulación y explotación, no hay convivencia democrática, queda solamente una fachada democrática”.


Esto es lo que sucedió y está sucediendo con la participación política de las personas religiosas en los países donde todavía impera la ideología del laicismo militante y la represión del alma y de su trascendencia en la vida pública. Esto es lo que está provocando las lamentables reacciones fundamentalistas y extremistas religiosas que vemos todos los días y que están haciendo explotar el orden mundial, tal como lo pronosticó Eric Voegelin en sus famosas conferencias de 1952 en la Universidad de Chicago (The new science of politics. Parte VI, Capítulo 1).


Llegamos así a la conclusión de que solamente puede haber auténtica y plena libertad religiosa en sociedades democráticas dialogales y participativas, con un Estado laico e imparcial que garantice la autonomía de cada uno y la igualdad política de todos los ciudadanos.

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