viernes, 20 de mayo de 2011

Libertad positiva en una sociedad democrática.

La trampa intelectual al hablar de libertades positivas y negativas, radica en la separación artificial entre la conciencia de los individuos y sus acciones, dejando libres las conciencias para regular despóticamente las acciones o limitándolas a ciertas actividades políticamente intrascendentes. Esto nos revela que en estas situaciones no rige una verdadera libertad religiosa, ni una verdadera democracia.


Por eso es que, en materia política, las personas religiosas no se contentan, no pueden contentarse, con ser un mero objeto pasivo de concesiones estatales y de tolerancia en el sentido despectivo del término, sino que quieren ser agentes activos en la sociedad política y reconocidos como tales en igualdad con todos los demás ciudadanos, en el caso de que se hable de democracia en su sentido tradicional. A esto parece referirse Berlin cuando define a la libertad positiva en su Capítulo II: “El sentido ‘positivo’ de la palabra ‘libertad’ deriva del deseo por parte de los individuos de ejercer su propio señorío (to be his own master)…Deseo ser un sujeto y no un objeto”. A esto, yo agrego: especialmente en la vida política de mi país.


Pero el sentido tradicional de estas libertades son aclaradas admirablemente, con otro encuadre mental no liberal, por Hannah Arendt en unos manuscritos póstumos sobre la política, refiriéndose a su acepción griega tradicional: “Lo político en este sentido griego se centra, por lo tanto, en la libertad, comprendida negativamente como no ser dominado y no dominar y positivamente como un espacio sólo establecible por muchos, en que cada cual se mueva entre iguales. Sin tales otros, que son mis iguales, no hay libertad”. Nosotros malentendimos, dice, “la expresión griega para una constitución libre, la isonomía. Pero isonomía no significa que todos sean iguales ante la ley ni tampoco que la ley sea la misma para todos, sino simplemente que todos tienen el mismo derecho a la actividad política”. (¿Qué es la política?). Resulta claro entonces que, dentro del ámbito de lo político, no se puede ser políticamente libre si no se es igual políticamente.


Esta clara noción tradicional de lo que es libertad y de lo que es democracia trataron de ser confundidas con las tentativas de los racionalistas y de los contractualistas, pretendiendo dirigir a los pueblos no como ciudadanos sino como súbditos, diciendo que lo hacían “por su propio bien”; que ellos no podían conocer debido a su obscurantismo, prejuicios religiosos e irracionalidad. Negaron ese derecho natural de toda persona humana de querer actuar, de querer participar activamente en los procesos políticos que les afectan, de querer obrar en su sociedad según sus creencias, sus valores y sus modos de ver las cosas, así sean estas personas religiosas, agnósticas o ateas. En una frase: recuperar el señorío que les corresponde si se quiere hablar de democracia.


Ante esta legítima y natural exigencia se elevó el muro de la exclusión política de las personas religiosas. Se sostenía que éstas no pueden aceptarse como actores en la vida política si no dejan afuera su religión, porque no son personas libres y racionales sino esclavos de los dogmas de sus respectivas religiones. Por lo tanto, deben recluir sus creencias religiosas y sus valores propios en la vida privada, pero no pueden intervenir en la vida pública política de sus sociedades aportando tales valores. Esto es lo que intuyó sagazmente desde el principio Benjamin Constant, que no era un hombre religioso: “Nuestra libertad se limita al goce pacífico de nuestra independencia privada”.


Huelga decir que estos racionalistas “iluminados”, al sostener aquel argumento discriminatorio, no tenían la menor idea de lo que es una creencia religiosa ni de cómo se llega a los principios o “dogmas básicos” de cualquier religión. Tampoco conocían las características de la adhesión de los creyentes a sus respectivas religiones, que se da con toda su persona, incluyendo también a su razón, aunque superándola.

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