jueves, 14 de julio de 2011

Familia en misión en Filipinas.

Soy Ana, de Barcelona, la segunda de siete hermanos, tengo 16 años. Hija de Ubaldo y Montse. La verdad es que no soy muy buena redactando y es la primera vez que doy mi experiencia por escrito, espero que se entienda.

Mis padres se levantaron para ofrecerse para ir a la misión y, en una convivencia que tuvo lugar en Porto San Giorgio, fueron destinados a Cebú, una isla en Filipinas, junto con nosotros, sus siete hijos.

Regresaron contentos de aquella convivencia, y su alegría se contagiaba. Sin embargo, al principio, la noticia no fue bien recibida por todos. Yo acababa de cumplir catorce años, Irene tenia once y la mayor, Ingrid, veintiuno. No quería creer que tendría que dejar a todos mis amigos, el colegio, mi casa, todas esas cosas materiales a las que nos aferramos cada día más y más. Les decía que no quería ni cambiarme de calle. ¿Cómo iba entonces estar contenta teniendo que ir a vivir a otro continente, sin tener conocimiento alguno del idioma, sin amigos?

Pocos días después, a la pequeña de la familia, con tan solo dos añitos, le fue diagnosticado un cáncer en la medula. Fue operada, y siguió un tratamiento de cuatro meses de quimioterapia. El tratamiento finalizó días antes del envió de familias en misión que hizo el Papa Benedicto XVI en Roma. Vi como en mi casa se estaba dando un milagro, la gente no entendía que no estuviéramos destrozadísimos y desconsolados ante tal situación y de una forma u otra dábamos testimonio con nuestra tranquilidad, apoyándonos en todo momento en el Señor. Gracias a Dios, Marta, que este año cumplirá seis años, está perfectamente y todos esperábamos que llegara el día de partir a la misión.

Llegamos a finales de Julio del 2006, después de horas y horas de vuelo. Hacía calor, bueno la verdad es que allí o hace mucho calor o hace muchísimo. La primera impresión fue algo impactante, nunca había visto tanta pobreza, desde el aeropuerto nos llevaban en furgoneta hasta la casa de una mujer de la primera comunidad neocatecumenal de esa ciudad, donde nos habían preparado una bienvenida.

Mientras íbamos en coche, no pude contenerme, me puse a llorar y no podía parar de decir que yo allí no quería vivir. Me preguntaba a mi misma como podía llevar meses deseando coger un avión para ir allí. Y como si del efecto dominó se tratara, poco a poco iban empezando a llorar mis hermanos. Allí es todo pobreza, y supongo que eso lo que más choca al principio, pero en dos días nos acostumbramos todos al peculiar olor del barrio, a que la gente nos mirara por ser blancos y a vivir entre dos mataderos, donde los cerdos, enormes, estaban estirados en la calle. Como dijo mi hermana Irene a una de sus amigas que la llamó por teléfono: “esto es una mierda, pero me gusta”.

Mes y medio después empezamos a ir al colegio. Era duro, pues empezábamos a las siete de la mañana y no salíamos hasta las cuatro y media. No podíamos volver a casa para comer, pues no nos daba tiempo, y teníamos que comprarnos la comida nosotros en unas cantinas: cada día lo mismo, arroz y pollo. Los primeros días, María de seis años se quedaba sin comer, porque no entendía el idioma y no encontraba a sus hermanos (hay 2500 alumnos). Durísimo, todos los días todo en inglés y filipino, sin conocer a nadie, en país extraño, sin amigos, solos y sin entender nada, en una cultura totalmente diferente. Josep de ocho años, trató de escaparse del colegio. En fin, os imagináis. Y, en medio de este caos, la paz, la alegría, el amor de Dios…

Vivíamos en un barrio entre los lugares más malditos, como ellos llaman donde hay droga, delincuencia, pobreza extrema… es cierto, lo vimos de verdad. Vivimos pobres entre los más pobres, pero estos pobres aman a Cristo y nosotros junto con ellos, somos amigos de Cristo y de ellos.

Al principio, bueno, supongo que siempre les extrañó que una familia occidental se acomodara en un país como es Filipinas y justo en ese barrio. Pero, ¿de que serviría la misión si te alejas de ella y te aíslas en un lugar más “rico”?. No fuimos para demostrar a nadie que somos superiores a ellos, sino al contrario que somos como ellos. Aunque es difícil creer que una familia entera quiera estar en un lugar, en esa situación, de la que la mayoría de filipinos huirían si les fuera posible.

Al cuarto mes, Irene, Josep y mi madre tuvieron dengue, estuvieron varios días hospitalizados. El dengue lo transmite la picada de un mosquito: te da fiebre, te baja el nivel de las plaquetas y te sientes muy débil. Mucha gente en Filipinas muere porque no tienen dinero para acudir a hospitales. La mayoría de veces se necesitan transfusiones de sangre urgentemente, y es este uno de los problemas entre otros, pues los donantes los buscas tú mismo. Y tres de mis hermanos son del grupo Rh- y allí no es nada común, casi imposible de encontrar a varios donantes. Poco después fue hospitalizado mi padre, por lo mismo. Y este año en unas pruebas que le hicieron a Marta, la pequeña, se dieron cuenta que también, tuvo dengue aunque allí no se lo detectaron.

De este modo no nos podíamos arriesgar, nos volvimos a Barcelona. Cuando mis padres nos lo dijeron, todos les decíamos que porqué no nos podíamos quedar unos meses más. Pero no podía ser, el barrio era un gran foco de infección del dengue, por la falta de higiene y otros. Y ser del grupo sanguíneo negativo era otro gran obstáculo.

Hasta el último día mi padre daba testimonio de Jesucristo: a una mujer que vivía en la calle con dos cartones delante de nuestra casa. Mi madre, al montarse en el taxi, al volver de comprar, daba testimonio con su experiencia, o cuando estuvieron dos de mis hermanos y mi madre ingresados en el hospital, mi madre invitaba a los doctores y enfermeras a las catequesis.

Es maravilloso ver ahora como, en los laúdes del domingo que rezamos en familia o en las Eucaristías del sábado por la noche, alguno de mis hermanos pide a Dios que podamos volver a la misión. Mis padres se volvieron a levantar para ofrecerse en esta última convivencia de inicio de curso. Mucha gente no puede entenderlo, pues no es fácil dejar el trabajo, el colegio, tu casa, a los amigos… pero el Señor te da el ciento por uno y la verdad es que lo hemos visto manifestado en nuestra familia.

Publicado originalmente en Religión Digital

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