domingo, 10 de noviembre de 2013

Un curioso articulo de Alberto RUIZ-GALLARDÓN

Alberto RUIZ-GALLARDÓN | (Publicado el 29/09/2005  en el EL CULTURAL). 
 
Son las secretas conexiones entre las cosas las que recomponen el sentido del mundo y la cultura. Por eso, al pensar en Don Giovanni, me viene a la cabeza El Castillo de Barba Azul. ¿Qué tienen en común la ópera de Mozart y la de Bartók? Que son el comienzo y el final de un mismo camino. Camino filosófico, histórico, vital, al margen de toda posible o imposible concomitancia musical. Dice Steiner: “En lo que se refiere a una teoría de la cultura, nos encontramos en el punto en que se encuentra la Judith de Bartók cuando pide que se abra la última puerta que da a la noche”. Y resulta que fue Don Giovanni, nuestro clásico Don Juan, quien abrió la primera de esas puertas, de las siete que Judith irá cruzando para escapar del horror, encontrando a cada paso nuevos crímenes y violencias, pero sin dejar de soñar con la liberación.

De los tres personajes de la literatura que se han convertido en universales por reconocerse e identificarse en cualquier tiempo o lugar -Don Juan, Fausto y Don Quijote- dos nacen en la cultura española. Don Giovanni, nuestro clásico Don Juan, no es sólo el campeón erótico en el que tanto se ha insistido. Es, sobre todo, el hombre libre que no reconoce ataduras morales ni sociales de ninguna clase. ácrata, descreído, fanfarrón infinito que puede construir su desmesura gracias a que ha perdido toda referencia, el personaje de Tirso/Da Ponte/Zorrilla da el tipo romántico por excelencia. Don Juan nos ofrece un espejo de libertad en el que mirarnos, nos brinda una promesa de eterna liberación y nos invita a superar las convenciones, las rutinas, todo aquello que frena el avance del progreso. Pero, ¡ay!, su independencia, su permanente renovación disfrazada de insaciabilidad nacen también de saborear plenamente la impunidad de no sentirse responsable de sus actos, de ese estar absolutamente fuera del mundo que anuncia la libertad monstruosa que supone desvincularse del género humano antes de volverse contra él. En el siglo XX, en el que la utopía deviene atrocidad, lo inimaginable, dice Hannah Arendt, se hará posible, y en parte se habrá debido a gentes como Don Juan, para quienes el único pecado imperdonable consiste en perder los nervios. “Antes la barbarie que el tedio”, avisa Gautier, en una bravuconada que preludia ese tiempo en el que el totalitarismo se definirá como el triunfo de la voluntad, justo el gran atributo del donjuanismo. Don Juan se esconde, pues, entre los recovecos del proyecto ilustrado, pegándose en su reverso como una contradicción que explica más cosas que las que oscurece. En compañía de Sade, de Musset, de Byron, se ríe desde el fondo de la modernidad de la idea de que la felicidad se encuentra en la virtud. Quizá lo entendiera así el auténtico Casanova, presente en el estreno de la ópera de Mozart en 1787, dos años antes de la gran demolición revolucionaria.

A nadie admiramos hoy más que al antihéroe, al inadaptado, al antisistema, y ése es el triunfo definitivo de Don Juan. En realidad, en el atractivo de su rebeldía, subyace ese otro más poderoso e inconsciente que nos hipnotiza: la fascinación del mal, el ansia de destrucción. El thanatos freudiano. Por eso también conviene acordarse de Doña Ana/Doña Elvira/Zerlina, su víctima, todas las víctimas, el precio de la libertad de Don Juan, y acaso, en fin, nosotros mismos, siempre arrastrados a cruzar nuevas puertas en busca de la liberación, siempre empujados a huir de las tragedias que otros causaron. El Don Giovanni de Mozart abrió la primera de esas puertas, dando la bienvenida a la pose romántica y revolucionaria, y con ella a la carrera inacabable de las sangrientas utopías. ¿Podremos nosotros cerrarla alguna vez, y salir al día, al despertar de todas las pesadillas?


(Publicado el 29/09/2005  en el  CULTURAL). 

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