jueves, 23 de septiembre de 2010

Los límites impuestos al Concilio Vaticano II por el Papa Juan XXIII en la apertura del mismo: no la condena de los errores o la formulación de nuevos dogmas, sino la adecuación de la expresión de la verdad revelada “para el mundo contemporáneo, su mentalidad y cultura”;

Valor “magisterial” del Vaticano II




Por Brunero Gherardini



Se me ha preguntado si el Concilio Ecuménico Vaticano II posee valor magisterial. La pregunta está mal formulada.



Un Concilio —cualquiera sea su índole, finalidad o la necesidad contingente a la que procure responder— es siempre parte integrante del Supremo Magisterio de la Iglesia. El más solemne, del más alto nivel. Desde este punto de vista, y prescindiendo de la materia en examen, cada uno de sus pronunciamientos es siempre magisterial. Es magisterial en el sentido más propio y más noble del término.



Esto no quiere decir que sea vinculante de modo absoluto. Dogmáticamente, entiendo, y en el ámbito del obrar moral. Magisterial, en efecto, no necesariamente se refiere al dogma, o al ámbito de la doctrina moral, sino simplemente a cualificar una afirmación, o un documento, o una serie de documentos del Magisterio, supremo o no. He excluido que sea vinculante de modo absoluto, porque con esa fuerza no lo es siempre. El hecho mismo de que una simple exhortación provenga de una cátedra de tal y tanta autoridad, crea ciertamente un vínculo. Pero no el que exige el asentimiento incondicionado de todos (obispos, sacerdotes, pueblo de Dios), y exige una adhesión propia de la fe; sino el que a todos reclama un obsequio religioso, interior y exterior.



Para que surja la exigencia de un asentimiento incondicionado, y de su traducción en un comportamiento coherente, es preciso que se presenten algunas condiciones, faltando las cuales un pronunciamiento conciliar, indudablemente magisterial, está privado de la capacidad jurídica y moral de vincular la libertad de la Iglesia y de sus miembros singulares. En tal caso, obviamente, la necesidad de atención, de obsequio, de respeto, no sólo en público, sino también en privado, toca a la responsabilidad de cada cristiano-católico.



Cuales sean esas circunstancias [que exigen un asentimiento incondicionado] es algo sabido por todos, imagino que también por aquellos que no las tienen en cuenta. Porque no quisiera que alguno considerase que expongo ideas personales, las tomo de los labios de una personalidad que no es objetable, tanto por los méritos que universalmente se le han reconocido, cuanto por el oficio y la función que estaba desempeñando cuando las pronuncio de manera pública y oficial: el 16 de noviembre de 1964, en pleno desarrollo del Vaticano II y en orden a clarificar su valor. En respuesta a las reiteradas solicitudes, el Secretario del Concilio, S.E.R. Mons. Pericles Felici (NT:empleamos la traducción de la BAC, 1966) dijo: “el texto del Concilio debe ser interpretado siempre según las reglas generales de todos conocidas”. Según tales reglas, toda la Iglesia, sin excepción, está obligada a profesar “…como materias de fe o de moral solamente aquellas que como tales [el Concilio] declarare abiertamente”. Tratándose, sin embargo, de un Concilio pastoral, sin excluir que el mismo pudiera reproponer enunciados dogmáticos de otros Concilios, definidos en otras circunstancias, el Excmo. Mons. Felici precisó que también las directrices pastorales del Concilio Vaticano II son propuestas como “como doctrina del supremo Magisterio de la Iglesia” y en cuanto tales, todos y cada uno de los cristianos “deben recibirlo y abrazarlo de acuerdo con la mente del propio Santo Sínodo, la cual se conoce, ya por la materia concreta, ya por la forma de expresión”.



Como puede verse, para indicar cuál y de qué naturaleza era el valor magisterial vinculante del Vaticano II, el Secretario del Concilio, hizo una apelación a varios factores. Hablando de su pastoralidad, recordó:



- Los límites impuestos al Concilio por el Papa Juan XXIII en la apertura del mismo: no la condena de los errores o la formulación de nuevos dogmas, sino la adecuación de la expresión de la verdad revelada “para el mundo contemporáneo, su mentalidad y cultura”;



- La hermenéutica teológica, es decir, el análisis de los problemas emergentes, a la luz del dato revelado y de la Tradición de la Iglesia;



- El tenor de las expresiones empleadas.



Las dos primeras condiciones no necesitan de muchas explicaciones; la tercera se refiere a nociones de índole técnica [formas de expresión] de las cuales se deduce la intención o de dogmatizar o simplemente de exhortar. Hay que notar que un dogma surge no porque un Concilio (también el Vaticano hizo lo mismo) utilice formulaciones como las siguientes: “…nos haec sancta Synodus docet… docemus et declaramos… definimus”, o semejantes, sino porque el contenido doctrinal de un capítulo entero, o de sus artículos, se sintetiza en un “canon” que afirma el dogma y condena el error contrario. El tenor de la expresión verbal es por tanto formalmente decisivo. Se puede pacíficamente afirmar que un Concilio es o no dogmático, sobre todo, en base a su “voluntas definiendi”, claramente manifestada mediante la forma de expresión antes mencionada.



El Vaticano II nunca presentó tal “voluntas”, como se nota con facilidad del contenido de sus modos y de sus formulaciones: ningún “canon”, ninguna condena, ninguna nueva definición, sino, a lo sumo, la referencia a algunas definiciones del pasado. La conclusión que se extrae es obvia: se trata de un Concilio que, en principio, excluye la formulación de nuevas doctrinas dogmáticas; y éstas, aunque no son dogmáticas, podrían asumir valor dogmático sólo si el asunto hubiera sido definido en otros Concilios, y reasumido ahora. En cualquier otro caso, las eventuales novedades, no son más que intentos de responder a las demandas del momento y sería teológicamente incorrecto, incluso carente de efecto, dotarlas de valor dogmático sin el fundamento de la mencionada “voluntas definiendi”.



De ello se sigue que una dogmatización del Concilio Vaticano II sería una distorsión, pues las enseñanzas conciliares se pueden cualificar de infalibles e irreformables, sólo cuando reafirman definiciones precedentes.



En base a los principio hermenéuticos de Mons. Felici, no se sigue que nadie – sea obispo, sacerdote, teólogo, o pueblo de Dios- tenga el derecho de despreciar las enseñanzas del Vaticano II. Provenientes del Magisterio todas gozan de una dignidad y autoridad no comunes. Nadie podrá impedir al estudioso verificar los fundamentos del Concilio –lo exige la invocada hemenéutica teológica-, pero ninguno deberá negarle obsequio religioso interno y externo.



Sin embargo, hay un “pero” y un “sí”. Consideremos la hipótesis de que en alguno de los dieciséis documentos del Concilio Vaticano II, o incluso en la totalidad, se detectaran errores.



En abstracto, es posible: siempre se ha discutido si un Concilio podría no corresponder a las intenciones y finalidad declaradas, o incluso si podría caer en la herejía.



Mi sumiso parecer es que todo ello no se ha de excluir, atento la fragilidad o la malicia del corazón humano; pero creo que si ello se verificase, un Concilio dejaría de serlo.



En cuanto al Vaticano II, durante unos cincuenta años, la atención crítica ha estado como adormecida ante él, sofocada por los continuos himnos de alabanza que lo han rodeado. Sin embargo, los problemas no faltan, y son extremadamente serios. No hablo de herejía, por supuesto, pero sí de temas doctrinales que no están en línea con la Tradición de siempre, y por tanto no son fácilmente conciliables con el “quod semper, quod ubique, quod ab omnibus” de san Vicente de Lerins, faltando en tales casos la continuidad del “eodem sensu eademque sententia” de su “Commonitorium”.



Por ejemplo, una expresión como “subistit in” no puede aceptarse con ligereza, si no se prueba mediante la investigación y la discusión crítica -me refiero al alto nivel científico– que en última instancia se puede interpretar de manera ortodoxa: lo cual, en mi opinión, debería excluir la ampliación de la “catolicidad” y de la capacidad salvífica a las denominaciones cristianas no-católicas.



Si consideramos a la “Dignitatis humanae” como el anti-Syllabus, en comparación con el famoso documento del beato Pío IX (1864), la continuidad con la Tradición se ha roto incluso antes de que la cuestión llegue a plantearse. Y, por último, si se declara tradicional la doctrina de la suprema, plena y universal potestad de gobierno en la Iglesia -el Papa y el Colegio Episcopal, con el Papa y bajo el Papa, jamás sin él ni por encima de él- justificándola con “la relación real inadecuada”, se afirma un sinsentido, además de un error histórico y teológico.



Hay que tener en cuenta otra circunstancia, en base a la cual el valor de los documentos, aunque todos conciliares y por tanto magisteriales, no siempre es el mismo: una cosa es una Constitución, otra un Decreto y otra una Declaración. Hay un valor decreciente de documento a documento. Y también si resultase con toda evidencia un eventual error en el Vaticano II, su gravedad mutaría en función de su ubicación en cada uno de los tres tipos de documentos. En síntesis, por tanto, yo diría:



- el Concilio Vaticano II es, sin duda, magisterial;



- ciertamente, no es dogmático, sino pastoral, habiendo sido siempre presentado como tal;



- sus doctrinas son infalibles e irreformables, sólo cuando se derivan de definiciones dogmáticas;



- aquellas que no gozan de fundamentos tradicionales son, en su conjunto, una enseñanza conciliar auténtica, y por ende magisterial, pero no dogmática; generadoras de una obligación de asentir, que no es de fe, sino de una recepción cordial y respetuosa, en la línea de una adhesión leal y reverente;



- por último, aquellas novedades que parecen o inconciliables con la Tradición o contrarias a ella, podrán y deberán ser sometidas a examen crítico basado en la más rigurosa hermenéutica teológica.



Salvo, obviamente, “meliore judicio”.

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