“Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todo el género humano. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma justa, bajo la égida de la justicia y con la compañía de la caridad… Jamás se debe perder de vista este destino universal de los bienes” (Gaudium et Spes N. 69).
«Para que el
ejercicio de la caridad sea verdaderamente extraordinario y aparezca como tal,
es necesario que se vea en el prójimo la imagen de Dios según la cual ha sido
creado, y a Cristo Jesús a quien en realidad se ofrece lo que se da al
necesitado; se considere con la máxima delicadeza la libertad y dignidad de la
persona que recibe el auxilio; que no se manche la pureza de intención con
ningún interés de la propia utilidad o por el deseo de dominar; se satisfaga
ante todo a las exigencias de la justicia, y no se brinde como ofrenda de
caridad lo que ya se debe por título de justicia; se quiten las causas de los
males, no sólo los efectos; y se ordene el auxilio de forma que quienes lo
reciben se vayan liberando poco a poco de la dependencia externa y se vayan
bastando por sí mismos» (Concilio Vaticano II:
Apostolicam Actuositatem: Decreto sobre el Apostolado de los Seglares, nº
8.)
San Josemaría Escrivá - fundador del OPUS DEI-, entre otras muchas ideas, escribió ésta: «Los bienes de la tierra repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística». Dice Benedicto XVI: hablando de los africanos, «nuestro estilo de vida, nuestra historia, en la que estamos implicados, los ha explotado y los explota», añadiendo inmediatamente que «les hemos llevado el cinismo de un mundo sin Dios, en el que sólo importa el poder y las ganancias; hemos destruido los criterios morales, con lo que la corrupción y falta de escrúpulos en el poder se han convertido en algo normal. Y esto no sólo ocurre con África».
Todos cuantos de algún modo nos llamamos cristianos, además de bautizados con uso de razón, tendríamos que ser, por imperativo de nuestra condición de seguidores de Cristo, coherentes con lo que creemos y practicamos; sentimos y vivimos. La realidad es bien otra. El dicho popular afirma que “una cosa es predicar y otra dar trigo” (para curas y demás predicadores).
La ruptura entre la fe y las obras; lo que se cree y se vive; constituye a la inmensa mayoría de cristianos-con rarísimas excepciones- en personas incoherentes, inconsecuentes y además en pecadores. Bien alto y claro lo decimos todos-desde el Papa al último monago- en la celebración de la misa (¡lo más sagrado¡): “Yo pecador me confieso a Dios y ante vosotros, hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión, por mi culpa…”. No es esta confesión, ni mera retórica, ni tampoco hacer teatro, sino la constatación más clara, rotunda y universal, de que todos, ante Dios somos incoherentes pecadores. A lo largo de la celebración repetimos todos: “Porque solo tú eres santo”, y por si fuera poco por tres veces, proclamamos: “Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo”… Queda pues, claro que ningún humano se libra de ser o haber sido en su vida, por muy cristiano que se crea, alguien incoherente y pecador. No valen aquí las comparaciones, justificaciones ni distinciones.
La Palabra de Dios, escrita en la Sagrada Escritura; o encarnada en la persona de Jesucristo, nos juzga a todos. Nadie está por encima de ella, ni excluido de este juicio, como quien se mira ante un espejo. La Palabra de Dios, infinitamente justo, sabio, poderoso y misericordioso, es la que nos juzga a todos y resuena en la conciencia, rectamente formada, de cada persona. Asumida esta realidad te invito, amable lector, a que sin más preámbulo te adentres en el contenido de este texto del Nuevo Testamento. “Cristo se ha manifestado una sola vez, al final de la historia para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo. Por cuanto el destino de los hombres es morir una sola vez. Y después de la muerte el juicio.. De la misma manera, Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos. La segunda vez, aparecerá sin ninguna relación al pecado, a los que lo esperan, para salvarlos” (He 9, 28). Esta es la fe de la Iglesia y de cuantos formamos la comunidad cristiana. Termino con una frase de San Agustín, aplicada a todos los bautizados: “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”. Obremos pues, en consecuencia y no seamos incoherentes.
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