El laicismo no es una nueva cultura (sobre todo, no lo es en el sentido etnológico del término), sino una propuesta política y jurídica que se plasmó en realidad con la liquidación del Antiguo Régimen, y que constituye el núcleo fundamental de la democracia y del desarrollo de los derechos humanos. Y para ello, desde la Revolución Francesa, las fuerzas de distinto signo político que han defendido y defienden los principios elementales de libertad y de igualdad (constantemente amenazados desde los intentos de involución hacia monarquías absolutas, desde las dictaduras y totalitarismos de todo tipo y desde las jerarquías de las grandes religiones) han necesitado organizarse y ser beligerantes.
A esta “laicidad”, opuesta al “laicismo”, heredera de Locke, se le han sumado en los últimos años otras nociones de nuevo cuño para sostener idénticas posiciones.
Examinaremos también las más significativas:
Frente al modelo institucional de laicidad francesa, nacido de la Ley de 1905, surgió a finales del siglo XX la llamada “laicidad abierta” o “laicidad inclusiva”. Por la misma se entiende, claro está, la que incluye una religión o varias religiones como entidad o entidades de derecho público, entre las instituciones y organismos del Estado, configurando ese cuarto “poder espiritual”.
Uno de los textos más relevantes es el "Manifiesto por la laicidad inclusiva", traducido del francés y divulgado desde “Cristianos en el PSOE”. Se trata de un alegato contra la decisión de Jospin de oponerse en el año 2000 a las presiones clericales para la elaboración de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea. Pretendían estas presiones, plasmadas en el primer borrador, que tales derechos aparecieran como "herencia religiosa". Jospin, a quien la laicidad francesa no debe gran cosa pero que en este asunto se merece un aplauso, consiguió que los términos se sustituyeran por "herencia espiritual". Si consideramos la significación que la palabra "espíritu" tiene en francés (en español hubiera sido preferible hablar de “herencia humanista”), como sinónimo de "inteligencia" o de “entendimiento” (lo que permite a Sartre decir "l'esprit est à gauche"), parece que hablar de "herencia espiritual" no excluye a nadie. Aquí cabe toda la tradición humanista europea: la de corte religioso y la de corte no religioso. La laicidad inclusiva, sin embargo, excluye de la génesis de los derechos humanos nada menos que todas las corrientes ateas, agnósticas y deístas (es decir, no adscritas al teísmo de una religion positiva), cuyo papel en la generación de los valores de libertad y de igualdad todos conocemos. ¿Cuál es, pues, la laicidad excluyente: la laicidad francesa sin adjetivos o esa llamada "laicidad inclusiva", sostenida por el PSOE?
Otra noción de nuevo cuño, con idénticas pretensiones, es el "laicismo moderno", ¿qué es?. Los términos, como los de "laicismo actual", han sido ampliamente utilizados en los últimos años por Luis Gómez Llorente. Me remito a un artículo de 1999 titulado "El papel de la religión en la formación humana", publicado en la Revista “Iglesia Viva” y después exhibido igualmente en las páginas “Cristianos en el PSOE” y en el sitio internet de la Fundación CIVES.
Para Gómez Llorente y para su "laicismo moderno", la oposición entre Estado laico y Estado confesional queda resuelta y superada por el Estado aconfesional (donde "aconfesional" no significa lo que nuestra competencia idiomática nos dice: que el Estado no tiene confesión religiosa alguna). Este sería un Estado formalmente separado de la Iglesia en su Constitución, pero que devuelve a la Iglesia su papel en la vida pública y en el derecho público mediante un concordato.
Por lo demás, el idioma se fuerza también con el adjetivo "moderno", porque en español eso significa algo más reciente, más actual que el laicismo a secas, que aparecería como "antiguo".
Alain Finkielkraut, judío francés, bien conocido entre los nuevos “filósofos” franceses herederos del 68, se plantea la cuestión de la “identidad europea”, no tiene inconveniente en afirmar que estamos ante una crisis profunda de civilización.
Finkielkraut no descubre nada nuevo, ciertamente. La civilización que ha hecho grande a Europa hace tiempo que ha comenzado a consumirse y está ya a punto de desaparecer. Las “raíces cristianas” se han agostado, y las leyes europeas apenas sí tienen un fundamento en la opinión variable de las mayorías variables que gobiernan aquí y allá.
Nadie con una cierta seriedad intelectual, puede negar las raíces cristianas de Europa. Otra cosa, sin embargo es analizar la supervivencia de esas raíces, y su capacidad para seguir dando frutos de convivencia y de paz social.
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