«En consonancia con las obligaciones nacionales e internacionales, así como con las enseñanzas católicas, solicitamos al gobierno que demuestre un compromiso sincero con las necesidades de todos, sin distinción, especialmente de los refugiados» subrayan los prelados.
Si el gobierno de Kenia ha justificado la decisión de cerrar los campamentos por razones de seguridad nacional, los obispos reconocen «las preocupaciones genuinas del gobierno y aprecian la determinación de reforzar la seguridad, pero esto debe hacerse para el cuidado y protección de todos aquellos que viven dentro de las fronteras de Kenia». Además recuerdan otro artículo de la Constitución, el 228, que dice: «hay que perseguir la seguridad nacional, de conformidad con la ley y con pleno respeto de las normas legislativas, democráticas, de los derechos humanos y de las libertades fundamentales».
Después de haber reafirmado su compromiso de cooperar con las autoridades para encontrar «soluciones sostenibles a largo plazo para los refugiados», el episcopado keniata concluye pidiendo al gobierno que reconsidere su decisión y siga el camino del diálogo para «garantizar una repatriación pacífica y voluntaria de los refugiados» que así lo deseen. Mientras tanto se recomienda la re-activación del Departamento de Asuntos de Refugiados
Nota:
En los últimos veinte años, el bueno de Yariisow prácticamente no ha salido de su ciudad. Aunque tampoco le ha hecho falta. En la actualidad, este somalí que roza la cincuentena reside en una de las metrópolis más pobladas de África. En ella, es posible encontrar de casi todo para aliviar las ansias de comunicación con el exterior de sus habitantes: desde teléfonos móviles de última generación a servicios bancarios, que, aunque alternativos, son eficientes.
Pero que nadie se llame a engaño. Yariisow reside en Dadaab, en el este de Kenia, el mayor campo de refugiados del mundo. Un espacio acotado por la tragedia. Un espacio que, cuando la hambruna azotaba el Cuerno de África, ocupó las portadas de medio mundo pero que, actualmente, tan solo los eventuales secuestros de ciudadanos occidentales vuelven a incluirlo en el horizonte mediático. Aquí fueron apresadas las cooperantes españolas Blanca Thiebaut y Montserrat Serra, liberadas tras 21 meses de secuestro en Somalia.
Las calamidades de Dadaab son una larga historia que se remonta en el tiempo. En octubre de 1991, tan solo nueve meses después de la caída del dictador somalí Siad Barre, la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados comenzó a instalar los primeros campamentos. La intención original de Naciones Unidas era la creación de tres campamentos con capacidad para 90.000 personas –Ifo, Dagahaley y Hagadera–, pero a día de hoy el centro acoge a cerca de 450.000 almas (630.000 según fuentes extraoficiales), algunas de ellas, refugiados de tercera generación. Es decir, hijos y nietos de refugiados que no han conocido más realidad que estos inmensos campamentos.
Refugio de apátridas y de hostigados por el hambre
«Mi hijo nació en Dadaab y yo llevo casi dos décadas residiendo aquí» –reconoce a ABC Bashir «Fartag»– «¿Volver a Somalia? ¿Marchar hacia Kenia? Éste es el único hogar que conocemos y aquí seremos enterrados».
En los meses más duros de la hambruna de 2011, las tasas de llegada de refugiados superaron las 1.000 personas al día (30.000 en junio, 40.000 en julio y 38.000 en agosto). Así se construyó esta megalópolis de refugiados hostigados por el hambre, la guerra civil y el terrorismo de Somalia.
Los gobiernos somalí y keniano anunciaron el pasado junio el retorno voluntario de 80.000 refugiados, al considerar que la situación política y humanitaria de la región comenzaba a mejorar.
Animaban a otros a seguir el ejemplo. La mayoría de estos refugiados, sin embargo, aseguran no sentirse preparados para volver a su país, tras residir durante decenios en esta «burbuja humanitaria», donde viven familias enteras totalmente desconectadas de su lugar de origen.
«Esta metrópolis levantada de la nada es la tercera ciudad más poblada de Kenia»
Ante la sobrepoblación de Dadaab, el gobierno keniano centra sus esfuerzos en impedir el «efecto llamada» hacia sus fronteras. Es la otra cara de la crisis somalí. La de una población keniana que no entiende por qué su gobierno debe acoger a nuevos refugiados, mientras se muestra incapaz de hacer frente a sus propias catástrofes y tragedias. En la región de Turkana, al norte de Kenia, por ejemplo, el índice de malnutrición era en 2011 del 37%.
Esta metrópolis de campamentos levantada sobre la nada es la tercera «ciudad» keniana más poblada tras Nairobi y Mombasa. Sus inquilinos viven en un claustróbico limbo social, del que no pueden salir si no es por motivos médicos o educativos.
Los refugiados son vistos con animadversión por la población keniana de los pueblos de alrededor, que no ve con buenos ojos la ayuda humanitaria que se les entrega mientras a ellos no se les hace ni caso. Durante la hambruna, los refugiados somalíes (95% de los habitantes de Dadaab) recibían cada quince días 10 kilos de alimentos, pero ellos ni un gramo.
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