EL Consejo de Seguridad de laONUsigue sin ponerse de acuerdo sobre cómo condenar al régimen sirio por la represión de la revuelta popular que ya se ha cobrado más de cuatrocientas vidas, según diversas organizaciones humanitarias. Estados Unidos y los cuatro países europeos miembros del Consejo de Seguridad (Reino Unido, Francia, Alemania y Portugal) negocian desde hace días un proyecto, pero aún no hay resultados.
Las diplomacias europeas han aumentado su presión sobre Damasco. En una acción coordinada, Francia, Gran Bretaña, Alemania y España han pedido a sus embajadores en Damasco que trasladen su condena por la violencia gubernamental contra la población pero, de momento, la oposición de Rusia y China a una resolución que condene al régimen permite respirar tranquilo al presidente Bashar el Asad. Y este estancamiento diplomático hace que resulte inevitable establecer una comparación con lo sucedido en Libia, donde la represión del régimen del coronel Muamar el Gadafi ha desembocado en una intervención internacional para evitar la violencia contra la población civil.
La inacción del Consejo de Seguridad tiene una explicación inmediata: la oposición de China y Rusia, siempre temerosas de que una condena de la represión gubernamental sea utilizada algún día contra ellas. Tanto Rusia, que tiene el techo de cristal en Chechenia, como China, donde periódicamente hace frente a protestas populares en sus regiones de Tíbet y Xinjiang, se oponen a castigar a Damasco pensando en sus propios problemas.
Pero la actitud de China y Rusia no lo explica todo. También es significativo que ningún miembro del Consejo de Seguridad haya expresado, al menos hasta ahora, el deseo de que se produzca un cambio de régimen en Siria. Es decir, a diferencia de lo sucedido en Libia, la presión diplomática se limita a las formas, no al fondo. Y la razón de que esto sea así es explicable. En términos generales, se considera que la caída del régimen baasista de Siria, a diferencia del de Gadafi, amenazaría con desestabilizar Oriente Medio.
Siria es un país clave en la madeja de alianzas que se tejió hace tres décadas en la región: primero, en 1978, con la paz entre Israel y Egipto, que entonces abandonó a Siria; después, con la caída del sha de Irán en 1979, que acercó Teherán a Damasco, y finalmente con la invasión israelí de Líbano en 1982, que hizo del movimiento islamista Hizbulah un aliado de Irán. Ahora, si el régimen sirio cayera, el tablero cambiaría.
Washington ha pedido al régimen sirio que ponga fin a la represión, pero la influencia estadounidense en Siria no es la misma que en Túnez y Egipto, donde fue decisiva en la caída de los presidentes Ben Ali y Mubarak. Y en Israel se guarda silencio. Aunque Siria sea su archienemigo, Israel tampoco parece estar por la labor de un cambio de régimen en el país amigo de sus peores enemigos (Irán, Hizbulah y Hamas), lo que podría terminar beneficiando a los movimientos islamistas.
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