miércoles, 13 de julio de 2011

Una exposición demuestra que el origen de la ciencia moderna es medieval y cristiano.

Pablo J. Ginés/La Razón
Recordando una noticia importante que hace justicia a la relación ciencia-fe cristiana.
El pasado 3 abril 2011 Guiomar Ruiz, doctora en física y titular de Matemática Aplicada en la Escuela de Ingeniería Aeronáutica de la Politécnica de Madrid, presentó como comisaria de una completa exposición que muestra en el Pabellón de Convenciones de la Casa de Campo, en el marco gratuito de Encuentromadrid, los últimos descubrimientos sobre la ciencia medieval.

¿Por qué la ciencia moderna se desarrolló en el Occidente cristiano y no en China, la India, Grecia o el Islam? Estas culturas tuvieron sus genios, lenguaje matemáto, clases ociosas educadas, recursos estatales... Y, sin embargo, «nada en absoluto comparado a la ciencia moderna», escribió el físico atómico Peter E.Hodgson en El origen cristiano de la ciencia.


La muestra documenta las tesis de Hodgson, que afirman que el método científico moderno no nació en el siglo XVI con Galileo, sino en la Edad Media cristiana, con un boom de creatividad técnica y teórica en el siglo XII y XIII, que sólo la peste negra consiguió frenar y luego se relanzaría.

«Para hacer ciencia has de valorar lo humano, apreciar a los que te antecedieron, acoger y desarrollar lo recibido del pasado. Eso lo hacían los medievales», explica Guiomar Ruiz.

«Además, el Génesis explica que el mundo es bueno, así que vale la pena conocerlo. No es un mundo absurdo o caótico: es inteligible, así que vale la pena estudiarlo. Dios además encargó en Génesis al hombre dominar el mundo, por lo que es accesible a la mente. No es el único mundo posible, como decía Aristóteles, sino algo que Dios creó con libertad, que no depende de un silogismo matemático, previsible, sino que puede deparar sorpresas, así que es necesario experimentarlo: eso anima a la ciencia experimental. Y el tiempo judeocristiano es lineal, no es cíclico como en Oriente: por lo tanto, es posible progresar, mejorar. Los medievales querían cambiar el mundo», afirma la comisaria de la exposición.

Las universidades y escuelas catedralicias del siglo XII eran auténticos laboratorios de ideas, donde todo se debatía, al contrario que en las aduladoras cortes orientales. En esos siglos se difunde, por ejemplo, el molino de batán, que podía mover martillos mecánicos y fuelles de forja, lo que permitía fundir hierro con calidad industrial.

«Los chicos no deberían salir de Secundaria sin conocer al obispo Nicolás de Oresme, precursor de las funciones y el cálculo infinitesimal, o a fray Roberto Grossatesta, con sus leyes ópticas, o la ley de máxima economía de la naturaleza, que hoy llamamos ley de mínima acción: en la universidad me dijeron que era del siglo XVII, pero Grossatesta ya lo usa en los siglos XII-XIII. Hay que conocer también las leyes de la estática de Jordano Nemorario, o cómo Jean Buridan ya explicaba que si el Sol estuviese quieto y la Tierra se moviese nos daría la sensación de que es el Sol lo que se mueve. Buridan le plantó cara a Aristóteles, durante siglos intocable, incluso respecto al movimiento de los planetas».

¿Qué decir entonces de la idea del Medioevo como era oscura, sometida por una religión contra la ciencia? «Eso se contrarresta con los hechos», dice la comisaria mostrando su exposición.

¿Y Stephen Hawking con sus universos múltiples? «¿Dónde están esos universos? Son ciencia ficción, no son constatables, y los medievales querían experimentar las cosas», responde la profesora de matemática aplicada.

«En 1277, cuando el obispo Tempier de París condena las tesis averroístas que limitaban el poder de Dios, en realidad abrió el camino a la ciencia moderna, liberándola del aristotelismo», señala.

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