martes, 6 de septiembre de 2011

Ha muerto cura Jesús César Silva Méndez: que entregó su vida entera a la causa de los niños pobres, y un “santo-pecador”, como le gustaba decir.

La función del Circo de los Muchachos termina siempre con una pirámide formada por todos los artistas. Una especie de castellet de chavales. Los más fuertes sostienen sobre sus hombros a sus compañeros y, en la cima de la torre humana, el benjamín. Es la escenificación visual y estética de la máxima que rigió siempre la vida del cura Jesús César Silva Méndez: “Los fuertes abajo, el débil arriba y el niño en la cumbre”. A eso dedicó su vida de pionero de una utopía infantil solidaria que hizo realidad en Bemposta y en el circo. Y con su sueño plasmado bajo el brazo se fue el encuentro del Padre el día 2 de septiembre, a los 77 años, en el Complexo Hospitalario Universitario de Ourense (CHUO) a causa de un derrame cerebral que le mantuvo en cama los últimos días de su vida.
Conocido en todo el mundo como Padre Silva, el sacerdote ourensano fue un profeta pionero. Líder, revolucionario, siempre inquieto, empezó a aggiornar la Iglesia, a la que tanto quería, cuando los sones del Concilio todavía no se oían en España. Y menos, en la diócesis de Ourense, regida por el obispo Temiño, uno de los jefes de fila del sector más conservador y ultramontano de la Iglesia española.

Hijo de buena familia, Jesús Silva nació en Ourense el 25 de enero de 1933. Comenzó sus estudios en el seminario de la ciudad de las Burgas, pero los terminó en Comillas, la universidad de los jesuitas, donde su mente inquieta y buscadora comenzó a abrirse a nuevas formas de ser y sentir la Iglesia. Se ordenó sacerdote en el mes de marzo de 1957, con la idea ya clara de dedicarse a los más pequeños, a los preferidos de Cristo, a los niños abandonados. Para ellos, había fundado un año antes, en 1956, su arcadia feliz, la Ciudad de los Muchachos.

Una idea que empezó en un bajo de la familia de la calle del Progreso de la capital y que creció, en poco tiempo, como la espuma. Y tuvo que buscar acomodo a las afueras de la ciudad. En una gran fina, también de su familia, en Seixalbo. Allí fundó su ciudad para los niños pobres y abandonados. Y le puso Bemposta, la bien puesta, la bien colocada, la bien nacida. El Padre Silva tenía 22 años y soñaba con un reino de niños para niños.

Una ciudad autogestionada por los propios niños. Con la educación en valores cristianos y la pedagogía de Paulo Freire. Con su propia moneda (la corona), sus autoridades, su bandera, su himno y su alcalde. Y al fondo, siempre la sombra protectora del padre Silva. Una ciudad donde los niños vivían, trabajaban y estudiaban. Y se preparaban para salir adelante en la vida en talleres ocupacionales, anticipo de la FP que nacería muchos años después y que el padre Silva puso en marcha para enseñar diversos oficios a sus chavales.

Pero hacía falta algo más para proyectar la Ciudad de los Muchachos en todo el mundo y, de su mano, la utopía infantil del Padre Silva. Así nació el Circo de los Muchachos. Un circo profesional infantil. Con números increíbles, que recorrió el mundo, llenando aforos hasta en Japón o China. Y cosechando triunfos. Al final de cada actuación de su circo, se escenificaba la famosa pirámide infantil, salía el padre Silva, daba las gracias y volvía a repetir su consigna: “Los fuertes abajo, el débil arriba y el niño en la cumbre”. Era su mensaje de profeta revolucionario de la justicia y la paz.

Como todos los genios pioneros, la obra del Padre Silva creció tanto que hasta estuvo a punto de morir de éxito. Y de los tejemanejes de los que se fueron pegando como lapas a su obra, con fines distintos a los de su fundador. De hecho, Bemposta casi cerró en 2003, acuciada por las deudas y por la Xunta de Galicia que, en aquella época quería construir un campo de fútbol en la gran finca donde está instalada la Ciudad de los Muchachos. Al final, tras muchos dimes y diretes, el Padre Silva tuvo que sentarse incluso en el banquillo, pero consiguió que no se destruyese el sueño de su vida.

Como todos los profetas, tampoco a la Iglesia le resultó fácil digerir la figura y el carisma del Padre Silva. Lo conocí en los 70, en la cumbre de su gloria civil. Había creado escuela y un estilo peculiar de ser cura. Muchos seminaristas queríamos seguir sus pasos. Y algunos curas se unieron a su obra para ayudarlo. Pero la institución quería controlarlo y el Padre Silva no se dejó domesticar.

Y optó por seguir siendo Iglesia, pero en los márgenes, en la frontera. Y cada vez que monseñor Temiño o alguno de sus sucesores se atrevía a llamarle la atención, replicaba: “Los únicos que pueden cambiar el mundo son los santos, los revolucionarios y los artistas”.

Él fue, sin duda, un gran artista, un revolucionario de pura cepa, que entregó su vida entera a la causa de los niños pobres, y un “santo-pecador”, como le gustaba decir. Y siempre ponía el ejemplo de San Agustín. Y sonreía, con su sonrisa abierta y franca de iluminado. Un santo luchador, que deja huella en su ciudad y en su circo, pero sobre todo, en los corazones de miles y miles de niños (más de 50.000 pasaron por Bemposta) que hoy le lloran en todo el mundo. Ha muerto su padre, su Padre Silva.

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