Actualizado 30 julio 2012 Cuando la democracia se devora a si misma |
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Estupefacto, verdaderamente estupefacto, leo en este mismo medio que el Comité Olímpico Internacional
ha prohibido la introducción de todo tipo de símbolos religiosos dentro
del recinto olímpico, algo que ocurre en estas Olimpiadas de Londres
cuando no ocurrió ni siquiera en las que se celebraron en el corazón de
la que se tiene por una de las grandes dictaduras del mundo, China, hace
ahora cuatro años.
No es el único caso de intolerancia disfrazada de modernidad con el que nos desayunamos cada día: sólo a modo de ejemplo, y también en este medio, leo consternado que el nuevo Obispo de Glasgow se queja de que puede acabar en la cárcel si se le ocurre hablar de homosexualidad. Algo que en España, por cierto, hemos estado cerca de conseguir, en un espectáculo bochornoso que debería habernos llenado de oprobio y de vergüenza como ha sido el juicio de una persona que acontecía ser un obispo por hacer uso de la que todos deberíamos considerar su sacrosanta libertad de expresión. Y aunque quepa decir que por esta vez el intento ha terminado en fracaso, mejor deberíamos reconocer que el solo hecho de sentar a alguien, mitrado o no, en un banquillo, por expresar su opinión sobre un determinado hecho o fenómeno, constituye en sí mismo un fracaso que todos deberíamos lamentar.
Siempre se preció la
democracia de educar a los que tenían que beneficiarse de ella, todos
los ciudadanos sin excepción, en aprender a aceptar la crítica, la
discrepancia y la diferencia en aras a beneficiarse de poder ejercer,
en pago, las libertades que se consideraban columnas de la misma: la libertad de pensamiento, la libertad de expresión, la libertad de cátedra y la libertad religiosa. Pero no porque unos pocos desgraciados tuvieran que degustar la amarga crítica para que otros pudieran deleitar la dulce libertad, no, sino porque degustando todos la amarga crítica, nos delitáramos todos también en la dulce libertad.
Es curioso que en nombre de
esas mismas libertades, lo que las democracias impulsan hoy día sea
justamente lo contrario, a saber, una intolerancia atroz de las personas
y de los grupos, en detrimento de esas mismas libertades de las que
hablo más arriba. En los casos que nos ocupan, se prefiere prohibir la
libertad de pensamiento y de expresión por lo que a la homosexualidad se
refiere, para que los homosexuales no se sientan "vejados" con ninguna
observación que pueda "malherir su exquisita sensibilidad". Se prohibe
la libertad de culto, para que los que profesan religiones diferentes (y
sobre todo, desengañémonos, los que observan la del "no Dios")
no sientan ultrajados "sus más íntimos sentimientos".
Curiosamente, la enfermedad ha
comenzado por atacar a las democracias más antiguas, las anglosajonas,
Estados Unidos, Gran Bretaña, país este último en el que ha adquirido
tintes de verdadero cáncer, como si constituyera una fase más del
proceso de vida de la democracia o estuviera inexorablemente unido a su
decadencia. Es llamativo, aunque por otro lado comprensible, que
inficione a sus libertades más importantes, las que se constituyen sus
verdaderos pilares, la de pensamiento, la de cátedra, la de expresión y
la de culto. Y no es menos significativo que se trate de un proceso
“tranquilo”, sin violencia, sin aparente revolución, realizado incluso,
como digo, en nombre de los mismos principios que pretende eliminar.
Pero se trata de un tumor que o lo extirpamos de una vez, o convertirá
inexorablemente y en no demasiado tiempo a las democracias en un nuevo
sistema que cada vez se parezca más a una dictadura: la dictadura de lo
políticamente correcto, de la ñoñería, de la intolerancia, de la
hipocresía y de la censura.
©L.uis Antequera.
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lunes, 30 de julio de 2012
Cuando la democracia se devora a si misma.
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