domingo, 6 de enero de 2013

La mula y el buey.

La mula, el buey y el libro del Papa No hay nada como una buena polémica para vender libros. Los empresarios de editoriales saben bien que cuando un personaje importante publica sus memorias, la rentabilidad esperada es directamente proporcional al escándalo que sea capaz de suscitar en los medios de comunicación. Un desliz de faldas, una confidencia considerada como alto secreto o un dato contrario a lo que hasta entonces se creía son medios infalibles para multiplicar por varios ceros el número de ejemplares vendidos. A este propósito se une la necesidad de los editores de prensa, radio o televisión, de levantar el interés de los consumidores. Un buen tema, un titular impactante, incrementa los ratios de audiencia y, con ello, los ingresos de publicidad (y de venta de ejemplares al número en el caso de la prensa escrita). Así, la relación editorial-medios de comunicación es de simbiosis. Un libro escandaloso es un titular llamativo y ambos tienen un mismo efecto balsámico en la cuenta de resultados de la empresa. Las consecuencias morales de esta espiral pasan entonces a un segundo término (y ello, siendo generosos. A veces las consecuencias morales son directamente “no consideradas” en ningún momento). Las empresas –arguyen- se definen esencialmente por el ánimo de lucro. Desde luego eso es así en líneas generales. Debe ser así, además. Pero ¿qué sucede cuando una empresa no se dedica a vender tornillos o muebles, sino a una actividad que tiene consecuencias sobre la moral y la cosmovisión de una sociedad? ¿Se puede entonces admitir que sólo o principalmente el lucro debe guiar su propósito?
Esta es una cuestión que exige del interrogado un mínimo de sensibilidad ética y moral. Por desgracia, la sociedad visual (como diría Ramonet a propósito del impacto audiovisual en nuestra civilización de hoy) se ha endurecido a los mensajes morales a medida que aquella ha ido consagrándose. Cabe suponer que hoy día estamos “curados de espanto” ante las imágenes de una guerra o de un acto terrorista. Es asombrosa la capacidad que tienen muchos de cenar mientras ven los informativos televisados en los que se contemplan imágenes aterradoras. O la normalidad con la que asumimos la guerra, con tal de que esté tan lejos de nosotros como para que no afecte nuestra vida cotidiana. Así pues, el círculo vicioso es perfectamente perceptible. Una cosa conduce a la otra, que a su vez alimenta a la primera, en una sucesión espiral que nos conduce a… ¿A dónde nos conduce todo esto? Uno diría que a la deshumanización. Es decir, a una deshumanización en la que el hombre se cree falsamente liberado de cualquier cadena (lo que está bien o está mal), pero que en realidad queda cada vez más confinado en ese dudoso progreso que consiste en considerarse él mismo como un sujeto con derecho a todo, cuyo revés de la moneda es el de haberse convertido (inconscientemente) en un mero consumidor que, al carecer de raíces profundas, puede ser llevado por el viento de los creadores de opinión a un sitio y a otro, según convenga a la cuenta de resultados de las grandes empresas. Es en este contexto en el que debemos entender el fenómeno editorial de personajes como Hawking o Dawkins. Decir que Dios no existe es rentable para ellos y para el negocio editorial. ¡Qué sorpresa! Alguien puede demostrar que Dios no existe. Dado que esto equivale a que el hombre muerde al perro, las cajas registradoras de las editoriales, las librerías, los medios de comunicación y los quioscos, tintinean sabrosamente para quienes carecen de otro escrúpulo que el del análisis de la rentabilidad económica. El ateísmo es para algunos un gran negocio. Un negocio redondo. Lamentablemente no son pocos los que acuden a ese panal. Ni aquellos que, ávidos de codicia (ser más listos o estar mejor enterados que los demás, por ejemplo), consumen a granel ciertos productos con el mismo ánimo con el que una verdulera trata de amasar chismes de los vecinos. A esto hemos llegado. Un ejemplo nítido de este proceso de falsa generación cultural (o lo que es lo mismo, de manipulación informativa) lo tenemos recién horneado. Se trata del último libro del Papa, La infancia de Jesús, que acaba de ver la luz. Alguien se diría que un libro escrito por el Sumo Pontífice no requeriría mucho andamiaje de promoción. Después de todo, hay millones de católicos en el mundo y un porcentaje nada despreciable de ellos tendrá predisposición a adquirir un ejemplar a fin de ampliar sus conocimientos en algo tan definitivo como su propia fe. Pero la avidez de negocio no es fácil de vencer. ¿Por qué vender dos cuando se pueden vender cinco? Quiero decir que ni siquiera un libro escrito por un personaje de la relevancia del Papa escapa a ese engranaje mediático del escándalo, que alimenta a las editoriales y a los medios de comunicación. Una desgracia tristemente real. Naturalmente el Papa es una víctima más de ese engranaje diabólico. Si alguien tiene el placer de leer su libro La infancia de Jesús, de inmediato se dará cuenta de que es una obra amena, inteligente, profunda y sensible. Adjetivos que se sitúan en las antípodas de lo que podríamos entender como un escándalo. Benedicto XVI no pretende vender libros, sino evangelizar; luego su libro carece de esas aristas tan queridas por los hombres de negocio del mundo editorial-mediático. Pero, como digo, ni siquiera el Papa escapa de esa mecánica propagandística. Todos habremos leído o escuchado que el último libro de Benedicto XVI ha fulminado el asno y el buey del Portal de Belén. La mayoría no recuerde el título del libro, pero en realidad eso no tiene importancia ninguna. Todos saben que las librerías tienen en su escaparate un libro publicado por el Papa, que “ha renegado” de uno de los más entrañables y tradicionales elementos del portal navideño de los católicos. Eso es lo importante. El Papa no ha dicho lo que se dice que dijo –permítaseme el juego de palabras. Leamos exactamente lo que ha escrito en su reciente libro: “María puso a su niño recién nacido en un pesebre (cf. Lc 2, 7). De aquí se ha deducido con razón que Jesús nació en un establo, en un ambiente poco acogedor –estaríamos tentados de decir: indigno-, pero que ofrecía en todo caso la discreción necesaria para el santo evento. En la región en torno a Belén se usan desde siempre grutas como establo (cf. Stuhlmacher, p. 51). “Ya en Justino mártir y en Orígenes encontramos la tradición según la cual el lugar del nacimiento de Jesús había sido una gruta, que los cristianos situaban en Palestina. El hecho de que, tras la expulsión de los judíos de Tierra Santa en el siglo II, Roma transformara la gruta en un lugar de culto a Tammuz-Adonis, queriendo evidentemente borrar con ello la memoria cultural de los cristianos, confirma la antigüedad de dicho lugar de culto, y muestra también la importancia que Roma le reconocía. Las tradiciones locales son con frecuencia una fuente más fiable que las noticias escritas. Se puede por tanto reconocer un notable grado de credibilidad a la tradición local betlemita, con la que enlaza también la basílica de la Natividad. (…) “Como se ha dicho, el pesebre hace pensar en los animales, pues es allí donde comen. En el Evangelio no se habla en este caso de animales. Pero la meditación guiada por la fe, leyendo el Antiguo y el Nuevo Testamento relacionados entre sí, ha colmado muy pronto esta laguna, remitiéndose a Isaías 1,3. “El buey conoce a su amo, y el asno el pesebre de su dueño; Israel no me conoce, mi pueblo no comprende”. “Peter Stuhlmacher hace notar que probablemente también tuvo un cierto influjo la versión griega de Habacuc 3,2: “En medio de dos seres vivientes… serás conocido; cuando haya llegado el tiempo aparecerás” (p. 52). Con los dos seres vivientes se da a entender claramente a los dos querubines sobre la cubierta del Arca de la Alianza que, según el Éxodo (25, 18-20), indican y esconden a la vez la misteriosa presencia de Dios. Así, el pesebre sería de algún modo el Arca de la Alianza, en la que Dios, misteriosamente custodiado, está entre los hombres, y ante la cual ha llegado la hora del conocimiento de Dios para “el buey y el asno”, para la humanidad compuesta por judíos y gentiles. “En la singular conexión entre Isaías 1,3, Hababuc 3,2, Éxodo 25, 18-20 y el pesebre, aparecen por tanto los dos animales como una representación de la humanidad, de por sí desprovista de entendimiento, pero que ante el Niño, ante la humilde aparición de Dios en el establo, llega al conocimiento y, en la pobreza de ese nacimiento, recibe la epifanía, que ahora enseña a todos a ver. La iconografía cristiana ha captado muy pronto este motivo. Ninguna representación del nacimiento renunciará al buey y al asno”. (RATZINGER, J., La infancia de Jesús, pp. 74 y ss). Benedicto XVI, en efecto, reflexiona sobre la infancia de Jesús y, en este caso, sobre la significación de un pasaje evangélico. Afirma: “el pesebre hace pensar en los animales, pues es allí donde comen. En el Evangelio no se habla en este caso de animales”. Que los evangelios canónicos no citan al buey y al asno es algo que no sorprende –así dicho- a ningún cristiano: es algo que sabemos de nuestras lecturas. Pero ¿ha dicho el Papa que no estuvieran allí? Él mismo avanza de inmediato a la cita anterior: “la meditación guiada por la fe, leyendo el Antiguo y el Nuevo Testamento relacionados entre sí, ha colmado muy pronto esta laguna, remitiéndose a Isaías 1,3. ‘El buey conoce a su amo, y el asno el pesebre de su dueño; Israel no me conoce, mi pueblo no comprende’.” ¡Qué gran diferencia con este titular que escupieron las agencias de noticias de todo el mundo: “El Papa dice que en el portal no estaban el buey ni la mula” (Agencia Efe, 21 de noviembre de 2011)!

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